Haber suspendido cuatro asignaturas había convertido aquel verano en un auténtico martirio. Mis padres se tomaron muy en serio las recomendaciones de mi tutor y, aunque por las mañanas los acompañaba a la playa, por las tardes me tenía que quedar en casa, estudiando y haciendo ejercicios de matemáticas y física sin parar. Después de la primera semana, estaba más que harto y aburrido. Desde mi habitación se podía ver la primera línea de playa. Un horizonte siempre azul acababa en una mancha beig llena de cientos de minúsculas figuras tostándose al sol, refrescándose en el agua salada o paseando por la orilla, a lo largo de toda la costa entre una punta y la otra de la bahía.
Con la mirada perdida y fija en la línea de playa que alcanzaba a ver, pensaba en que por la tarde siempre iba gente diferente a la que acostumbraba a ver por las mañanas y también en menor número. Salí de mi ensimismamiento y fui a por los prismáticos de papá. Enfocando aquellos lentes de aumento, fui pasando la vista por los escasos grupos que se habían acomodado en la arena. A muchos no los conocía pero reconocí a los franceses del chalet de la esquina, un par de matrimonios de jubilados que huían del ajetreo matutino y se refugiaban bajo sombreros, fulards y sombrillas como si, además de sol, hubiera un escape radioactivo cerca; más allá un grupo de adolescentes que no conocía tendidos en un círculo de toallas; un poco más allá de estos, mis padres en sus tumbonas. Vi que hablaban con una chica preciosa que no identifiqué hasta que volvió a su propia sombrilla junto a su familia. Entonces los reconocí a todos: eran los madrileños que vivían un apartamento en el mismo rellano que el nuestro. Acabarían de llegar porque hasta entonces no los había visto antes. Me sorprendió Marta, la que había tomado por una chica desconocida: tenía la edad de mi madre y hacía muy buenas migas con ella. Las dos parecían deportistas treintañeras casadas con oficinistas cincuentones, aunque los cuatro estaban en los 44. Yo cumplí 18 el mes pasado y el hijo de los madrileños, 19 ese mismo agosto.
Mientras los padres leían el periódico bajo las sombrillas, las madres hablaban mientras tomaban el sol, que, a diferencia de por la mañana, por la tarde calentaba desde detrás de los bloques de apartamentos. Por eso, para tomar el sol, las dos mujeres tendían sus cuerpos dándole la espalda al mar, de cara a nuestro apartamento. En un momento dado, Marta llamó a su marido, este se giró, hizo un ademán con la mano y vi como silbaba a Pedro, su hijo. Cuando lo tuvo a su lado, señaló con el pulgar a su espalda, en dirección a las mujeres. El chaval se acercó y su madre le acercó la crema protectora. Mientras Pedro se sacaba la arena de las manos, Marta se quitó la parte de arriba del bikini y se relajó en la hamaca. En cuanto vi a Pedro untando el cuerpo dorado de su madre, tuve una erección instantánea. ¡Maldita sea mi suerte! ¡Y yo con la cabeza en los libros! Me bajé de un tirón el bañador y empecé a masturbarme lentamente mientras Pedro amasaba los pechos generosos de su madre, su vientre liso, las piernas esbeltas. Marta se recostaba con los brazos inertes y las piernas abiertas a los lados de la hamaca. Yo alcanzaba a ver la rajita marcada en el bikini de Marta y me encendí. ¡Menuda suerte, el cabrón! Aunque claro, era su madre; suponía que yo tampoco le daría importancia al tema si fuera la mía, ¿verdad?
Cuando Pedro acabó y ya se iba, Marta lo paró y habló con él. Vi como levantaba los hombros y se volvió a la sombrilla. Cuando volvió, traía una nueva botella de crema solar y mi madre, después de mirar a derecha y a izquierda, se soltó también los tirantes y se quitó totalmente el sostén. ¡Mecagüen la puta! Mi polla dio un brinco cuando vi a Pedro masajear las tetas de mi madre y como esta se despatarraba como Marta, con el fino bikini metido en la rajita del coño. Me masturbé con furia mientras duró el masaje y cuando Pedro las dejó solas, despatarradas y chorreantes bajo el sol y frente a mí, me corrí sobre el escritorio de mi cuarto, con la vista fija en las tetas hermosas de mamá.
Los días siguientes fueron mucho menos aburridos, claro, pero tampoco estudié mucho. Excepto, naturalmente, los cuerpos de mi madre y su amiga. ¡Y en casa os podéis imaginar! Teniéndola tan cerca, no me cansaba de mirarla y, si podía, me arrimaba lo que podía. Esto era nuevo para mí: en casa nos desnudábamos sin problemas y que nos apretáramos el culo no era ninguna cosa rara; pero nunca lo había percibido igual hasta entonces. Algo se encendió en mi cerebro aquella tarde con los prismáticos que ya no podía borrar de mi mente. Y mi cuerpo actuaba en consecuencia: una simple caricia en el culo se había convertido en un acto lleno de erotismo: sentía la dureza de sus nalgas en mi mano y me imaginaba a mí mismo separándolas con ambas manos y acercando mi polla tiesa a su agujerito, agarrarla de la coleta y metérsela en el culo hasta que me corriera dentro. Todo el día estaba mi cerebro bañado en sexo y me masturbaba como un mono en celo cada tarde con los prismáticos encajados en los ojos.
Todo esto pasó en realidad y nada más que eso. El verano pasó y todo volvió a la normalidad con los exámenes, el invierno, el aburrimiento. Pero existen realidades alternativas, donde pequeños cambios en nuestras decisiones o en nuestros actos han creado nuevos mundos con nuevas historias. Y en uno de esos mundos, mi padre, ante el evidente retraso con mis deberes, se pasó la tarde explicándome las dudas y haciéndome ejercicios continuamente, en lugar de hacer la siesta en la playa, cosa que le encantaba. Cuando subió mi madre, mi padre ya había hecho la cena, así que se duchó y nos sentamos a la mesa. Cuando terminamos, mamá propuso poner una película que hacía tiempo que queríamos ver. Papá conectó el portátil a la tele y apagamos las luces. Como estaba falto de sueño por la siesta robada, no tenía mucho entusiasmo en ver la peli, así que se estiró en el sofá de tres plazas mientras mi madre y yo nos sentamos en el de dos, enfrente del televisor, con mi padre a la izquierda y mi madre entre los dos, los dos sillones en forma de L. Mi padre se durmió antes de diez minutos y, aunque mi madre se burló de él, ella también acabó por dormirse ante el tostón de película. Tenía su cabeza en mi hombro y su pierna derecha se apretaba junto a mi izquierda. Su mano reposaba a medio muslo y el sueño aflojaba todo su cuerpo, relajado, y abrió sus piernas al dejar caer las rodillas a los lados. Enseguida fijé la vista en su entrepierna pero su camiseta no me dejaba ver, así que intenté moverme para ver mejor. Con el movimiento, la mano de mi madre resbaló de su muslo y cayó en el mío, con el canto de la mano a escasos milímetros de mi paquete. Levanté ligeramente el culo y, muy despacito, conseguí que su mano se apoyara totalmente entre mis piernas. Mi pantaloncito no aguantó mucho tiempo: en unos segundos, en los que mi corazón se desbocaba en el pecho, mi polla tiesa levantó el pantalón como una tienda de campaña y la mano de mi madre se apoyó entre la ingle y los huevos. Yo sudaba a mares mientras vigilaba la respiración, por el momento calmada, de mamá. Dejé pasar un minuto, aunque me pareció una eternidad, y apoyé mi brazo izquierdo en el respaldo del sofá, por detrás de mi madre para, con mi mano izquierda, tirarle suavemente de la camiseta hasta que la levanté lo suficiente para verle las braguitas blancas. Yo tenía la polla totalmente empalmada y, con los sentidos empapados en sexo, no me corté ni un pelo y con la derecha hice a un lado el pantalón hasta que saqué mi polla por el lateral. Mi polla palpitaba, bombeando sangre caliente que calentaba el dorso de la mano de mamá. Ella, con el sueño, a veces movía inconscientemente la mano por algún pequeño espasmo o descansando el brazo en otra posición y me sentía acariciado por ella. Yo deseaba tocarme por encima de todo pero no me atrevía a moverme por si estropeaba la escena. Lo único que podía hacer era bajar y subir la piel del prepucio, cubrirlo y descubrirlo, hasta que mamá respiraba más fuerte o se movía un poco y yo me detenía, asustado.
No me acordé de la película hasta que la explosión de un coche en una escena de acción me asustó. Mi madre dio un respingó y se movió. Noté por su respiración que se había despertado pero no pude reaccionar de puro terror ante la perspectiva, con la polla tiesa fuera y al ladito de mamá. Ella tardó unos segundos en tomar consciencia pero enseguida se hizo una idea:
– Guille, ¿estás bien? – dijo mientras se incorporaba un poco, se restregaba los ojos para sacarse el sopor y se bajaba la camiseta.
– Claro, mamá, ¿y tú? La peli es un rollazo – acerté a decir pero sin conseguir moverme. Mi polla seguía allí, como un palo y ella la miró.
– Pues para ser un rollo, menudo efecto te ha hecho, cariño – me guiñó el ojo y se volvió rápidamente hacia papá, como si al ver mi polla se hubiese acordado de repente de que su marido dormía al lado. Se dobló un poco por la cintura para ver a papá de cerca y cuando se aseguró que dormía, volvió a sentarse junto a mí como estaba al principio de la peli. Entretanto yo intentaba guardarme el rabo en el pantalón pero fue imposible.
– Deja, hombre, espera que se te baje o te vas a hacer daño.
– Lo siento, mami -dije, avergonzado- es que yo… la peli … el calor… esto…
– Tranquilo, Guille -dijo ella, sonriendo ante el evidente apuro que estaba pasando. Se giró de nuevo hacia papá y cuando se giró se sentó un poco más en el sofá, dando un poco la espalda a papá y tapándome de su vista -Sigamos viendo la peli, ¿te parece?- dijo, palmeando mi muslo y dejando allí su mano.
– Claro, mami – asentí, y mientras ella miraba la pantalla, intenté esconder mi polla de nuevo. De pronto, ella me paró, casi sin moverse, apoyando su mano en las mías. Me las apartó, me empujó hasta apoyar la espalda en el sofá y dejó mi polla al aire. La miró un rato, se giró de nuevo a comprobar que papá dormía y se sentó otra vez junto a mí sin dejar de apoyarse en mi muslo.
Naturalmente, yo ya me dejé hacer. Mamá me había ordenado dejarme la polla fuera y ¡no iba a contradecirla justo ahora! Mamá miraba la pantalla y a su marido, a mi polla y a papá. En un momento dado, empezó a acariciarme el muslo y fue bajando la mano hasta agarrarme los huevos, masajearlos y pasar a la polla. Yo no podía creerlo y miraba a papá cuando ella no lo hacía, asustado, excitado, incrédulo, ansioso…
Y empezó a menearme la polla, despacito. Me bajaba el prepucio y lo miraba, con el glande rojo, a punto de reventar, asomando de su puño, mojado de las gotitas de líquido preseminal que me ordeñaba con cada subida y bajada de piel. Mamá me hacía una paja mientras miraba a su marido que dormía plácidamente en el sofá contiguo, ajeno a su hijo, que acariciaba a su vez los pechos gloriosos de su madre. Cuando ella se giraba a mirar cómo acariciaba mi polla con sus manos, yo vigilaba a mi padre de reojo pero sin mucho cuidado; prefería ver a mamá entusiasmada machacando mi polla, abrazando mis huevos con la otra mano con delicadeza. En un momento dado, cansado, dejé de tocar sus tetas y reposé el brazo en el sillón, y metí un dedo entre la piel y las braguitas, al final de su espalda. Ella lo notó y, solícita, se recostó hacia mí, dejando su culo a mi disposición. Yo aproveché y le apreté las nalgas sin quitarle las pequeñas braguitas, pasando los dedos por la raja del culo y del coño y notándola muy mojada. Aquello, claro, no podía durar mucho y en unos minutos empecé a soltar chorros de semen que mamá se esforzó en dirigir hacia mi vientre para no manchar nada y yo hundía la mano en sus bragas para sentir su culito desnudo y los pelos de su coñito en mi mano mientras me corría. Ella miraba a mi padre mientras acababa de sacarme todo el jugo y me acariciaba la entrepierna, los huevos, los muslos. Entre gritos silenciosos y espasmos musculares acabé relajándome mientras mi polla se hacía pequeñita en su mano y ella se acomodaba de nuevo en el sofá como si no hubiera pasado nada. Con la cabeza y hablando sin voz me dijo que saliera y me lavara. Yo me agaché, la besé para darle buenas noches y ella aún bromeó, pellizcándome el culo con un mohín travieso en la cara. Una vez salí del baño a mi habitación, oí a mamá decirle a mi padre que se acostara de una vez mientras ella apagaba la tele y llevaba los platos a la cocina. Me dormí como un bebé. Ni que decir tiene que el verano mejoró notablemente a partir de ese momento y que mis notas mejoraron exponencialmente. Pero eso es otra historia.
Quien tuviera una mama tan complaciente con su hijo, ya que a fin de cuentas todo se queda en casa.