Después del masaje que me has dado, no que creo que sea facil que se tranquilice
Habían pasado ya dos semanas desde aquella tarde en la playa con Irene y yo no había dejado de pensar en ella. Coincidimos un martes en una cena que hubo en casa de unos amigos comunes y a la que habíamos asistido con nuestras respectivas parejas. La cena transcurría en un ambiente distendido y cordial, y yo ya pensaba que todo lo que sentía era fruto de mi imaginación. Sin embargo, tuve ocasión de comprobar que ella también había estado pensando en nuestro encuentro en la playa cuando en un momento que yo me acerqué a la cocina para coger un poco de hielo ella entró también con el pretexto de unas servilletas y me dijo en voz baja: «Creo que mañana por la tarde iré a tomar el sol, a ver si me pongo morena. ¿Te apetece?». Me quedé un poco cortado y no pude responder más que con un simple: «Sí, si. Me viene perfecto». Desgraciadamente era mentira porque tenía prevista una reunión de trabajo. Volvimos a la mesa y la cena continuó igual de animada.
Al día siguiente me desperté ya con la idea de arreglármelas de la manera que fuese para anular aquella reunión con los de la oficina. Al fin y al cabo mi presencia no era imprescindible y decidí excusar mi presencia con el pretexto de una visita al médico que me habían cambiado de hora. Con este problemilla resuelto ya no había nada que me impidiese quedar con Irene. Le mandé un mensaje SMS al móvil y le dije que a las 16:30 podría estar en la playa. Me contestó casi inmediatamente que hasta las 17 no podría llegar. Quedamos a esa hora.
Mi impaciencia por volver a ver a Irene era tal que llegué a la playa casi con una hora de adelanto, tiempo que se me hizo eterno. Como habíamos quedado directamente en la playa, yo ya llevaba un buen rato tostándome al sol cuando se me acercó por detrás y me dijo: «Creo que deberías ponerte crema porque se te está poniendo el trasero de color rojo». Y se puso a reir. Puntual a la cita había llegado sin que yo me hubiese dado cuenta. Me levanté enseguida para saludarla. Parecía que había pasado un siglo desde que nos encontramos en ese mismo lugar, y sin embargo habían pasado solamente quince dás. Nos dimos dos besos y ella se instaló junto a mi. Parecíamos dos adolescentes en su primera cita. Rápidamente se quitó el pareo y después las dos piezas del minúsculo bikini que llevaba debajo. Mi emoción era tal que no pude evitar tener una erección al verla desnudarse a mi lado. Ella se dió cuenta y me dijo: «Vaya, sí que estás contento de verme!». Muerto de vergüenza, no sabía como ponerme y me tapé con las manos como queriendo disimular algo que era obvio.
– No te tapes, hombre, que no pasa nada. Hay confianza, ¿no? – Sí, pero me resulta un poco incómodo- dije yo.
– Además, me ha gustado ver este nuevo aspecto de tu «amigo». – añadió entre risas.
– Mira mejor me tumbo hasta que se me pase- yo ya no sabía que hacer.
– Eso, túmbate que te voy a untar de crema la espalda antes de que te quemes.
Me tumbé boca abajo esperando que me pusiera crema de protección solar. De repente sentí como se sentaba sobre mi trasero. En ese momento creí que mi pene iba a estallar. Con una pierna a cada lado, notaba como su pubis estaba en contacto con mi piel. Sin poder decir nada, me dejé hacer. Empezó a extender la crema sobre mi espalda masajeando cada músculo suavemente. Desde el cuello hasta el final de la espalda e incluso los brazos. No se cuanto tiempo duró ese masaje, pero podría haber durado eternamente. Sus manos se deslizaban por mi piel provocando un placer inmenso. Al final se levantó y me dijo: «Ahora te toca a tí». Se tumbó en su toalla y por suerte no vió la erección que yo tenía, pero fué inutil. Al sentarme sobre ella para repetir la misma operación que ella había hecho conmigo, fue inevitable que notase mi pene erecto. «Parece que tu «amigo» sigue estando contento, ¿no?». Yo ya no sabía que decir, pero decidí lanzarme y dije: «Después del masaje que me has dado, no que creo que sea facil que se tranquilice». Sin decir nada más empecé a masajear su espalda. Con el movimiento del masaje mi pene frotaba sin poder evitarlo su espalda e inlcuso su culo. Poco a poco notaba que no solo no le importaba sino que le
estaba gustando. Ligeramente abrió un poco las piernas como para estar más cómoda y en un momento dado mi pene se coló justo entre ellas. En ese momento ambos éramos plenamente conscientes de que la situación se estaba calentando mucho y en un arrebato de cordura ella dijo: «Me encanta el masaje pero creo que sería mejor que nos diésemos un baño». Me quité de encima y ella se levantó. Con una mirada de complicidad me cogió de la mano y me llevó corriendo al mar.
– Menudo calentón, eh? – dijo ella.
– Pues si, pero no era para menos. No se que me pasa que contigo que me pones a cien, Irene. – yo ya iba lanzado y quería ver hasta que punto era podíamos llevar la conversación.
– No seas exagerado, que mi cuerpo ya no es el de una veinteañera – dijo con una mezcla de ingenuidad y picardía.
– Pues para mi eres preciosa- dije con total sinceridad.
– Eres un sol- y me abrazó.
Estuvimos unos pocos segundo abrazados, pero suficientes como para sentirnos el uno al otro. Nuestros corazones estaban completamente acelerados y el contacto de nuestros cuerpos en el agua era demasiado como para no excitarse. Instintivamente, nos separamos un momento y despues de mirarnos a los ojos, me plantó el mejor beso que me habían dado en mucho tiempo. Sus labios se posaron en los mios a la vez que nos volvíamos a abrazar, en un principio ese primer contacto fué timido y suave pero se tornó inmediatamente apasionado. Al primer beso siguieron un montón más, y mientras nos besábamos empecezamos a acariciarnos cada vez con menos reparo. Mis manos recorrieron su espalda y bajaron hasta su cintura para acabar acariciando ese precioso culo que tanto había soñado en los últimos quince días. Mientras, ella me besaba y me acariciaba como si fuese la última vez que podría hacerlo.
Mi excitación era evidentemente palpable y las manos de Irene acabaron por posarse en mi pene. Suavemente empezó a acariciarme, caricia que se convirtió en una masturbación deliciosa a la que yo correspondí explorando con mis dedos su vagina y jugando con su clítoris. Pude por fin besar esos pechos tan deseados, mordisquear sus pezones rosados, acariciar suavemente su cintura, su vientre, sus caderas. Y todos esto envueltos en el agua del mar que se convirtió en la manta que nos aisló de todo lo que nos rodeaba. Allí, juntos en el mar, donde el agua nos cubría hasta los hombros, dejamos que nuestros instintos y nuestro deseo se hicieran realidad.
Nuestro placer mútuo alcanzó el cénit prácticamente al mismo tiempo. Acabamos abrazados de nuevo sin habernos movido prácticamente de donde estábamos. No había mucha gente que nos pudiera haber visto y aunque fuese así, en ese momento nos daba completamente igual.
Salimos del agua cogidos nuevamente de la mano como si fuéramos pareja de toda la vida y nos tumbamos en las toallas con la felicidad que da haber disfrutado del sexo con una persona a la que, a pesar de conocer desde hace años, redescubrimos en el momento más inesperado de nuestras vidas.
Recostado en la arena, la miré con ternura y le dije: «¿Sabes? Tu también eres un sol.» Y la besé de nuevo.
Autor: Menorkin