Me miró seduciéndome. Llevábamos dos semanas encerrados en aquel zulo, secuestrados vulgarmente. En la vida del exterior compartíamos la profesión y, debido a un instinto que no podría precisar, siempre me había atraído. Por su morbo mezclado con cierta educación algo retraída, por la conformación de su cuerpo lleno de formas, por su mirada analítica, o porque en definitiva había descubierto en ella la necesidad de liberarse, de salir de aquel maldito matrimonio que la oprimía.Yo sabía que le gustaba, que me deseaba como una pieza madura de fruta. lo notaba en sus idas y venidas por el pasillo cuando parecía evidente la ausencia de motivos.
La inercia de la vida, la paradoja, había determinado que nuestros cuerpos se enfrentaran en un espacio de tres por tres metros, casi como si esa fuera la única oportunidad y la única disculpa que cabía en ella para romper sus convencionalismos absurdos. Durante días compartimos situaciones humanas desagradables. El olor de los excrementos, la llegada de su menstruación inevitable, su pudor por este hecho. Me comporté como un caballero, eludiendo cualquier situación que pudiera azorarla más de lo que, en aquellas circunstacias, cabía esperar. Pasabamos el día mirándonos aterrados, interrogándonos, sintiendo que, desde hacía algún tiempo, eramos una sola piel y que nuestras vidas compartían un destino. Estábamos juntos y no necesitábamos hablar, ni decir nada. Había veces que no podía detener mi mirada en sus senos. Era verano, hacía calor y su ropa ligera permitía entrever algo que siempre había deseado tocar. Me contenía, pero ella sabía que la deseaba, que vivíamos en un mismo espacio, reducido, -casi podíamos tocarnos-, y que el tiempo se extinguïa como la luz de una vela. Eramos jóvenes y necesitábamos vivir, pero la muerte se cernía sobre nuestros corazones, y los cuerpos eran libres. Debía de tener un pubis rubio y unos labios anchos. Sus senos era evidente que habían sido deliberadamente esculpidos por alguien generoso, sus caderas jugaban a circunvalar formas inimitables, y era menuda, pero esculturada. Su personalidad algo taimada, le permitía disfrutar de una personalidad aguda que construía perfectamente el deseo, lo mimaba hasta hacerlo estallar. Su cabello era dorado y su mirada azulada. Sus manos indiferentes en la forma, sugerían la posibilidad de accionarse como los de una marioneta, algo determinados por la suerte de una historia previa llena de prejuicios. No era, en modo alguno, un ser libre, pero, para la altura de los quince días, su ropa interior se humedecía porque los olores naturales empezaban a sernos algo familiar, quizás algo útil en aquel ambiente hostil donde nada variaba. Ella me probaba, pero yo también. La muerte cercana, la sensación que yo tenía de tenerle menor miedo que el que tenía ella, me proporcionarían la ventaja final. A aquellas alturas de mi vida, siendo relativamente joven, la muerte me parecía algo propio del mundo circundante, y si existía la luz y la oscuridad es probable que no fuera injusto del todo que la vida se opusiera a la muerte. Pero Dalia temía más a la muerte. No en vano había crecido con el excesivo mimo de un padre cercano que no la dejaba crecer y de algún modo no había vivido, ni sentido todo lo que un ser debe de sentir para dejar el mundo. Por eso yo era más fuerte, porque la muerte me proporcionaba un tránsito, mientras que ella atendía a la posibilidad de un corte.
Pasaron algunos días más. A penas salíamos de dialogos de trámite tendentes a hacernos olvidar, pero yo sabía que por su mente rondaba una dama llamada muerte y una memoria poblada de una historia sensual poco poblada de recuerdos, y, de alguna manera, llena de represión. Aquello era un polvorín que necesariamente tenía que estallar. Me mantuve firme más tiempo, cultivando tántricamente el deseo, siendo un asceta, haciñendola ver que mi voluntad era más fuerte que la de ella. Tarde o temprano su inseguridad la haría perder el equilibrio. Los terroristas tenían la deferencia de apagar la luz por la noche, circunstancia que nos permitía diferenciar el día de la noche y establecer un amanecer y crepúsculos poco convencionales.
Llegó un atardecer más de un día más. Creo que el treinta. De un
as noches para acá, noté que su cuerpo se aproximaba al mio aprovechando la inocencia de la nocturnidad. Sabía que estaba despierta, que sus jadeos se hacían más intensos, pero lo que verdaderamente desconocía es que se desnudara delante mio, que llevara noches y noches aprovecahndo aquella obscuridad absoluta para crear un espacio de intimidad en el cual reencontrarse consigo misma. La noche treinta supe que estaba desnuda por cierto olor intenso de su sexo que me llegaba a la mente transportando por un viento tan invisible como comunicador de los cuerpos. Yo también me desnudé. No se me había ocurrido nunca, qué inteligente era. Encontré determinada liberación. Hacía calor y las baldosas estaban frescas.
– Sé que estás desnuda, -dije con sensualidad-, que vives en una intimidad tuya. Te he copiado y he hecho lo mismo, también me quiero reencontrar conmigo mismo. ¿ Te importa?.
No contestó. Si lo hubiera hecho, hubiera roto su intimidad permitiéndome entrar. La noche se hacía larga y a nadie nos apetecía dormir. El sexo da vida y ella se movía inercialmente, siguiendo una suerte de liturgia aprendida. Yo notaba que su coño era ancho, lo sentía hervir cerca, y sabía que vendría a mí. Mi sexo se había erizado, pero me cortaba masturbarme. Pasaron algunas horas e insistí.
-Estamos solos Dalia. El mundo y todo lo que nos separaba ha quedado atrás. Ahora, además, estamos desnudos. El uno al lado del otro. Eres una mujer casada. ¿ Hubieras imaginado esto antes?.
No contestó, pero yo notaba que el olor de su sexo se hacía más intenso y que la única forma de vida posible entre los dos era unirnos, pero había algo que todavía no se había roto. Todavía vivía unida a su pasado, que era lo remotamente la vinculaba con un algo que no era más que memoria, polvo de tiempo. En definitiva nada. Pasó algún tiempo y sentí que lloraba. Era la primera vez.
-¿Sabes que vamos a morir Dalia.? ¿ Que nuestros cuerpos jóvenes están destinados a marchitarse antes del otoño verdadero?.
Siguió llorando, pero no la acaricié. Seguí preguntando con mi pene erecto.
– ¿ Tienes miedo a la muerte?, -pregunté-
Su orgullo burgués no podía vencer el último obstáculo, la prueba reina, y a partir de ahí cayó su sentido de la dignidad y todo un sistema de valores tan aleatorios. Había bastado un marco de espacio y tiempo distintos, entremezclados con la tiranía de un sistema ajeno al sistema para que todo el interior de Dalia se viniera abajo. No me dió pena, porque yo sabía que lo necesitaba, que la vendría bien. Ahora era una mujer desnuda en la obscuridad, bella y hermosa, serena y desinhibida. Faltaba muy poco, porque el sexo se constituía como el único puente que nos liberaba de la muerte. El deseo, asequible en nuestro mundo de ciudad provinciana, no tenía valor si no era realizado porque el tiempo era un tirano despreciable que podía segarnos. Estaba vencida.
– Yo no, pero sé que tú si lo sientes.
No dijo nada porque otorgaba. Dalia estaba más bella que nunca y no había luz para contemplarla. Me acerqué con decisión y la tomé la mano desnuda. Se aferró a mis dedos. Dalia era una nueva Dama silenciosa que quería vivir y yo era su único horizonte. Estaba tumbada, cansada de llorar. Yo mantenía la posición del faquir. La tomé la cabeza entre mis manos y la besé con ternura. Mientras lo hacía la imaginé en los pasillos de aquella estancia, altiva, serena y firme. Ahora estaba más hermosa porque se había hecho humana, se había transformado. La besé más y busqué sus labios mientras ella misma erguía su posición ascendiendo por la colina que semejaba mi vientre. Nos abrazamos y entrelzamos las lenguas como si fueran dos serpientes sacadas de un cesto, resbaladizas, sedientas, ensalivadas, mezclando nuestros jugos, sellando en silencio nuestro pacto de vida: yo te amaré aquí mientras estemos en este zulo, yo te querré, seremos puentes de vida en este espacio y en este tiempo. Imaginaba que me decía eso y que me rogaba que la hiciera estallar, que la transportara a toda una suerte de sensaciones desconocidas que no tenían huella en su memoria. Me mordía la lengua y empezaba a mover sus manos inatrevidamente. La tomé los senos. Hacía tanto tiempo que deseaba tocarlos que
la impresión fue dulcemente celebrada por la memoria. Jugué en torno a sus pezones haciendo circular mi dedo para provocarlos, para que parecieran erectos. Se pudieron duros, intensamente duros y el olor de su coño se extendió en la atmósfera visceralmente. Bajé con las manos al abdomen, me recree en las nalgas redondas, llenas de vida, y luego deliberé cierta tardanza entretenida en la alfombra del pubis. Era dorado como los rayos del sol, pero yo sólo lo sentía. Ancho, como yo imaginaba. Se aferró a mi pecho buscando mayor proximidad mientras mis dedos descansaban en su estera capilar, dejándose volcar y revolcar, preludiando el descenso a los labios, pero haciéndolo desear. fui bajando lentamente y llegué a su gruta. Estaba tan mojada como un caverna después de la marejada. La penetre con un dedo y luego con dos mientras la muerte era una dama huidiza que salía visceralemnte de sus pensamientos y el tiempo instauraba una dimensión lenta y comprimida que nos hacía existir como si ni hubiera mundo.
– ¿ Te das cuenta que toda tu vida de antes estiraba la dignidad y el orgullo porque te faltaba esto? – Si, Alejandro, lo sé. Perdí mi tiempo, lo perdí, pero ahora me aferro. Amame! No lo demores. Siempre te he deseado, cada vez que te veía, que te sentía cerca de mí. Lo he desprovechado. Ya lo sé, pero no me lo eches en cara
Mi dedo sostenía el engrosamiento de su clítoris, que era una dulce lenteja que absorbia el agua del deseo para desarrollarse, y mis dedos externos buscaban el orificio del ano para que Dalia viajara a un lugar de placer insospechado. Gemía intensamente, pero con cadencia, sin vulnerar ese límite por encima del cual la voz de los terroristas podía hacerse sentir. Luego descendí con mis labios besando su cuerpo, bendiciendo su liberación, su bienvenida a la vida, la besé los senos, la espalda, los hombros, el ombligo y el pubis, la recliné en el suelo y la comí el coño, me introduje en su interior paseando trinfalmente mi lengua, haciendola rotar y girarse sobre sí misma, ensalivándola su primer orgasmo. Ella se acariciaba los senos con las mo¡anos y yo sentía su volumen, su densidad hermosa vivir por encima de mi cabeza. La tumbé en el suelo estirando sus brazos por encima de la cabeza y la hice el amor con todo el deseo. Su voz era distinta, sus jadeos, su voz y la pronunciación de mi nombre, nacía conmigo mientras la cabalgaba. Tenía un coño ancho que me permitía sentirme como en un mar ondulante, sentía el roce de su vello con el mio, como si fueran dos alfombras voladoras, y toda la sensación creciente vulneraba los límites, nos hacíamos dueños el uno del otro y crecíamos hacia un orgasmo conjunto. Luego vino el silencio de la noche, y el abrazo mudo de los cuerpos dormidos. ¿ La habría ayudado a vencer a la muerte?.
Datos del autor/a:
Nombre: Guillermo
E-mail: damaeterna (arroba) terra.es
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