Para empezar, quiero pedir disculpas a los lectores, porque no encontrarán en este escrito un relato fantasioso sobre proezas sexuales
Para empezar, quiero pedir disculpas a los lectores, porque no encontrarán en este escrito un relato fantasioso sobre proezas sexuales. En este texto no saldrán mujeres maravillosas (que más bien tendrían que estar como modelos en las pasarelas de moda o en la portada de Playboy), ni vergas descomunales que prorrumpen como un géiser en auténticas erupciones volcánicas de semen, ni relaciones incestuosas con la mamá, el papá, la hermanita o la prima de Murcia (la verdad, no he follado con ellos hasta ahora, ni creo que lo haga nunca); confieso que no estoy dotado para actor de cine porno: ya me gustaría, pero no puedo inventar cualidades que no tengo. En suma: yo no soy escritor de ficción; no sé plasmar por escrito fantasías y elucubraciones de mente calenturienta. Sólo sé contar, lisa y llanamente, experiencias reales. Quienes prefieran leer relatos de «sexo-ficción», que busquen en otra parte y tan amigos. Pero lo que voy a relatar aquí ahora me ha ocurrido recientemente.
Déjenme, antes, que me presente un poco. No es que quiera darles la tabarra con mis antecedentes personales y todo el rollo, pero conocer unos pocos datos es imprescindible para comprender los hechos que enseguida narraré. Me llamo Javier. Tengo 34 años. Soy administrativo y trabajo en una universidad andaluza como funcionario no docente. Estuve casado con una mujer, de la que prefiero no acordarme: me divorcié hace tres años y, desde entonces, vivo sin pareja estable, salvo relaciones ocasionales con mujeres que se ponen a tiro. Habito, solo, un apartamento alquilado (mi ex se quedó viviendo en el piso que habíamos comprado y cuyas letras sigo pagando religiosamente todavía). Afortunadamente no tuve hijos con mi señora, así que apenas nada nos une ahora, salvo la susodicha letra y la pensión compensatoria que me descuentan cada mes de la nómina por imposición de un juez. Ello hace que se resienta un poco mi situación económica, pero de todas formas no puedo quejarme. Otros muchos están peor. A veces pesa sobre mí el fantasma de la soledad, no lo niego, pero en conjunto prefiero esta soledad a la servidumbre que impone una pareja estable. Supongo que pienso esto por la mala experiencia matrimonial que sufrí y también porque hasta ahora no he encontrado a la mujer adecuada con quien compartir mi vida. O, al menos, eso creía antes de conocer a Estela.
Ya dije antes que no ando muy boyante de posibles. Por eso suelo comprar en mercadillos callejeros. En concreto, acudí una mañana a un mercadillo para comprar una copia pirata en video-cd de la película Hable con ella, de Pedro Almodóvar. Tenía interés por ver esta película, al rebufo del éxito del óscar obtenido. Sé que se está proyectando ahora en las salas de cine pero, la verdad, me da pereza y hasta vergüenza ir solo al cine: me siento en la butaca, incómodo, antes de que empiece la proyección, y me parece que todo el mundo está reparando en mí, mira ese, solo, y yo anhelo impacientemente que se apaguen las luces cuanto antes, de una puta vez, para sumergirme en la oscuridad protectora de la sala y pasar, por fin, inadvertido. Por eso prefiero alquilar la película del videoclub. O comprar una copia por siete euros, y verla tranquilamente en casita. También alquilo y compro a veces pelis porno, pero eso no viene a cuento ahora.
Me dirigí a un puesto que exhibía en el mostrador películas, juegos de videoconsola y casetes. Lo atendía un hombre gitano de mediana edad, vistosamente ataviado con un traje gris plata y adornado con una ostentosa cadena de oro. Era ayudado por una jovencita, también gitana, que parecía su hija, como luego resultó ser. Aprovechando que el padre atendía a unos clientes en un extremo del puesto, yo pregunté a la gitanilla si tenía la película. Ella me contesto que sí, la localizó en el mostrador y me la alargó para que la examinara. Al hacerlo, su mano rozó con la mía, y pude contemplar por un segundo sus finas manos morenas, que acababan en una pulcras uñas largas, nacaradas de color perla. Y entonces me fijé en ella. Me puse tan nervioso que apenas pude prestar atención a la película que tenía entre las manos. La chica me pareció una diosa gitana: aparentaba unos 18 años (aunque quiz
á era más joven; ya se sabe que las gitanas maduran muy precozmente); era esbelta y menuda, de tez morena, con un largo pelo rizado y con labios carnosos pintados de carmín. Su sonrisa sobrepujaba el brillo de las perlas. Vestía una blusa azul turquesa, de seda o de tul (no entiendo mucho de telas, como de casi nada); como no llevaba sujetador, los pezones despuntaban turgentes bajo el sutil tejido. Todos esos rasgos podrían ser habituales en su raza, pero lo que contribuyó a ponerme literalmente enfermo fueron sus ojos verdes almendrados, que parecían reflejar el color de su blusa y que sonreían al unísono que su boca. Yo no creo en flechazos ni en la magia del amor, ni en zarandajas por el estilo propias de una novela rosa, pero en aquel momento convulsionó todo mi cuerpo un sentimiento seguro e imperioso de que deseaba y quería a esa mujer. Reconocí los rescoldos de una antigua llama. Quiero pensar, retrospectivamente, que ella experimentó algo similar por mí porque, cuando le dije (casi en estado de trance, balbuciente y nervioso, qué vergüenza siento ahora de recordarlo) que me llevaba la película, me miró con atención y me dijo con serenidad, sin ningún tipo de énfasis:
– Es una película muy bonita. Trata de amores imposibles.
Y entonces me atreví. Normalmente soy tímido y no habría emprendido una iniciativa así, pero ese día alguna fuerza misteriosa debió instarme desde el interior, ahora o nunca, debí pensar, así que le pregunté cómo se llamaba. Estela, me respondió, con la misma serenidad de su anterior observación. Y entonces añadí yo:
– ¿Te gustaría ver la película conmigo otra vez?
Sonrió muy levemente, o así me lo pareció, pero esta pregunta ya no la respondió. Tomó el billete de veinte euros que yo le extendía como pago del video. Entonces se agachó por detrás del mostrador, supuse que buscaba el dinero para el cambio, se demoró unos segundos (me pareció como si se hubiera eclipsado el sol tras los montes) y luego asomó y me entregó la vuelta: tres monedas de un euro y un billete de diez. Me percaté entonces de que el billete tenía una anotación a bolígrafo, pero no tuve tiempo de leerla, me lo guardé en la cartera porque en ese momento se acercaba su señor padre, quizá suspicaz, y le preguntó algo que no entendí. Yo me despedí, hasta luego; ella dijo también adiós en tono neutro, obligado por las circunstancias. Me alejé del puesto y de ella.
Al doblar la primera esquina extraje, nervioso e impaciente, el billete de mi cartera. Había sobre él escrito lo que parecía un escueto mensaje para una cita: el nombre de un conocido centro comercial de mi ciudad, acompañado de una indicación de hora: «a las siete». Yo no abrigaba muchas esperanzas, pero aquella tarde me duché, me vestí y me acicalé cuidadosamente para la cita. Me planté puntualmente a la puerta del centro comercial y, en efecto, a los pocos minutos se presentó ella. Creí que se me aflojaban las piernas, se me nubló la visión: estaba preciosa, radiante en su sencillez. Me disculparéis, de verdad, que no la describa ahora en detalle: no quiero hurgar en la nostalgia.
Nos besamos sin mediar palabra, con franqueza y seguridad, como dos viejos amigos que se reencuentran. Con la confianza de una pareja que lleva años juntos y, a la vez, con el deseo que suscita la mujer que acabas de conocer y que te encandila. Luego nos cogimos de la mano. Tomamos unas cañas en un bar. Charlamos animadamente, de lo divino y de lo humano, del pasado y del presente. Me contó que estaba prometida a un joven gitano, un primo suyo algo mayor, que también se dedicaba al chalaneo. Se conocían desde niños, eras amigos y habían sido cómplices de travesuras y chiquilladas, pero no se sentía enamorada de él, ni preparada para casarse, ni con él ni con nadie. Demasiado joven, comentó ella. Demasiado joven, pensaba yo sombríamente. Su deseo habría sido disfrutar más de la vida antes de parir hijos como una coneja y vivir recluida en casa, bajo la férula de un marido celoso y machista. Pero la boda era un acuerdo de las familias. Una imposición para ella. Y estaba prevista para la próxima semana. Es la última vez, me susurró, que salgo con un chico. Apoyó su cabeza delicadamente sobre mi hombro y no añadió nada más durante
un rato.
Más tarde sugirió ir a mi casa. Nos servimos unos gin-tónics, nos acodamos en el sofá, pusimos la película en el reproductor de DVD. A la mitad del visionado ya estábamos tendidos sobre el sofá, besándonos. La desnudé con deseo y urgencia, yo también me despojé de mis ropas, ayudado por ella. Nos besamos, me gustaba pasar mi lengua sobre el pulido nacarado de sus dientes, mientras acariciaba el ensortijado de su pelo. Sus besos sabían a azahar y a yerbabuena. Cuando bajé al pecho y comencé a lamerle los pezones, suspiró de placer. Sonaba entonces su voz ronca, muy distinta del tono que modulaba cuando hablaba normalmente, parecía emerger directamente de las entrañas. La aureola de sus pezones se encrespaba con mis lameteos. La piel de sus senos se erizaba, con textura de piel de gallina.
Cuando bajé a su pubis con mi boca, me excitó el aroma de su coño. Olía a hembra robusta e indómita, a gitana prolífica, rebosante de salud y de fertilidad. Habría apostado mi cabeza a que estaba en los días más fértiles del ciclo. Mi lengua se paseó, suavemente, primero por sus labios, con mimo, sin prisa. Luego profundizó lo más que podía en el centro de su vulva, sumergiéndose en su vagina. Ella empezó a estremecerse, todo su cuerpo se ondulaba como cuando el viento de Levante riza las olas turquesas de la playa de Zahara de los Atunes. Cuando alcancé su clítoris, pude oírla cómo rugía, cómo se convulsionaba de placer. Sus fluidos me habían empapado la boca y resbalaban ya por mi cuello. Sigue, mi niño, haz que me corra, poséeme entera, quiero correrme en tu boca. Yo introduje un dedo en su vagina, primero suavemente; luego, más intensamente, frotándole la pared superior, mientras no cesaba de chupar su clítoris. Entonces tuve la sensación de intentar controlar con las riendas, vanamente, una potra desbocada. Cuando vino se me resbaló, literalmente, de las manos y de la boca. No podía sujetarla, se corrió, estalló como un terrorista suicida que acciona su bomba junto a tu rostro.
Quedó relajada dos o tres minutos. Yo la acompañé en su placidez, recostándome junto a ella. Todavía no me había corrido yo, la excitación de la función previa estaba a punto de hacer estallar mi verga. La tenía completamente arrecha: una gota de licor resbalaba desde la uretra. Ella se percató, sonriendo dulcemente, y me hizo una indicación para que aproximara mi polla a su boca. Entonces lamió mi glande, degustando y tragando la pequeña cantidad de semen que destilaba, con la fruición de la que relame el almíbar de una fresa o la gota de miel que rezuma un higo recién cortado. Tras apurar su porción de néctar, siguió lamiendo toda la superficie del pene, concentrándose en el glande, mientras entrecerraba su ojos aguamarinos.
No aguanto más, princesa, voy a correrme. Saqué el pene de su boca y lo coloqué en posición de ataque, a la altura de su vagina, que estaba entreabierta y palpitante aún. Mi aviesa intención era profanar su santuario con mi ariete e inundar su besana de sementera. Quería llegar hasta el fondo. Entonces ocurrió algo que no esperaba. Ella me detuvo, delicada pero firmemente, apoyando la palma de su mano sobre mi abdomen, como haciendo la señal de stop. Y me dijo:
– Mi niño, soy virgen. Si me penetras, no podré casarme. Recuerda, tengo que pasar el rito del pañuelo. Y puede organizarse una tragedia en mi boda.
Sentí entonces que la quería demasiado como para tomármelo a mal. Alguna divinidad helena debió inspirarme en aquel trance, porque juro, por muy cursi o pedante que pueda parecer ahora, que le contesté exactamente esto:
– Diosa mía, hay muchas posibilidades de placer para los hombres, aparte del acto divino. Alguno de ellos bastará ahora.
Ella se rió con risa cristalina. Parecía que me había adivinado el pensamiento, lo había comprendido todo. Me ayudó a que me tendiera sobre ella. Me abrazó como nunca me había abrazado nadie. Sostuvo con sus manos mis glúteos, firmemente, hasta casi clavarme las uñas. Yo me froté entonces sobre su pubis, rítmicamente. A las cinco o seis arremetidas me dejé ir, derramé abundantemente mi blanco vigor sobre su monte de Venus. Su negra y rizada foresta recordaba, escarchada de nieve, el aspecto que de
bió de tener la sierra de Córdoba cuando florecían los azahares en los naranjos en torno a Medina Azahara: los naranjos que había hecho plantar el califa para que su favorita no añorara el paisaje nevado de la sierra de Granada.
Y eso fue todo, ni más ni menos. Esto ocurrió hace unos diez días. No la he vuelto a ver después. Le imploré que continuáramos nuestra relación, le pedí el teléfono. Pero ella se mantuvo firme esta vez. Continuar con nuestra amistad podría traernos serios problemas a los dos, dijo. Añadió que siempre habría amores imposibles. Desde entonces pienso mucho en ella. Nunca me había sentido tan querido por una mujer. Le deseo lo mejor, la recordaré siempre. Rezo a mis dioses para que sea feliz. Y, quién sabe, quizá la polvareda del tiempo y del azar vuelva a reunirnos algún día. Me niego a perder esa esperanza.
Autor: Javierlopez
javier.lopez ( arroba ) wanadoo.es