El viernes tocaba cena en mi casa y Emilia y yo compramos los ingredientes en un centro comercial cerca de casa. Todos los últimos viernes de mes cenábamos con un par de compañeros de trabajo y cada vez lo organizaba uno. El anterior fue en casa de Paolo y su mujer, Roberta, una morena napolitana preciosa, que nos preparó un menú italiano casero para chuparse los dedos. El próximo le tocaría de nuevo a Moha, un marroquí maduro y soltero, al que todos llamábamos Tronco, que tenía a todas las chicas de la empresa coladitas por él. Sus casi 1’90 m y su porte deportivo y moderno atraía las miradas de todas las mujeres con las que se cruzaba. Aunque musulmán practicante, su apariencia era más de profesor norteamericano que de currante magrebí. Sus cenas, sin alcohol y sin cerdo, eran siempre una sorpresa porque tenía buena mano para la cocina y se atrevía con platos difíciles y muy elaborados. Si con Paolo las cenas derivaban en chistes, risas y picardías, las de Moha siempre tenían la calidez de una grata conversación, en la que nos asombraba con su vasta cultura y en la que Paolo intervenía bastante poco; siciliano de familia más bien pobre, paliaba su falta de cultura con un atractivo típico mediterráneo, moreno, con el pelo rizado largo y unos ojos verde mar encantadores; sin embargo, la cocina de Roberta le había ensanchado visiblemente la cintura y había dejado de ser, en lo que debía de haber sido el plan perfecto de su mujer, el latin-lover de su juventud.
- ¡Es que es un encanto! – dijo Emilia con sincera admiración, mientras iba llenando el carro de la compra.
- Ya lo sé pero eso no le da derecho a tocarte el culo, y menos delante de mí – Paolo se cogía muchas confianzas con mi mujer y, aunque yo no le daba mucha importancia, creía que a veces se pasaba y no entendía porqué Emilia nunca lo regañaba.
- ¡Pero si es un sol! Total, por dos pellizcos que me dio, el pobre. Seguro que tú se los das a Roberta y tampoco pasa nada – lo disculpó Emilia.
- ¿Dos pellizcos? ¡Pero si vi cómo te metía mano bajo la falda cuando le servías la cena! Se pondría morado, el cabronazo. Si le hago algo así a Roberta, me gira la cara de un sartenazo. ¡Menuda es, la mamma!
- ¡Qué exagerado eres, Jorge, de verdad! Yo no hago ni caso; tú haz como si no lo vieras y en paz – sentenció.
Dejamos a los chicos en casa de mis padres y a las 20.00 h empezaron a venir los invitados. Moha fue el primero, como siempre, y trajo té para después de cenar. Besó educadamente a mi mujer y se sentó con nosotros en la cocina mientras acabábamos de preparar los aperitivos. Casi media hora después llegó Paolo.
- ¡Hola a todos! Siento el retraso pero Roberta no ha podido venir: su hermana ha llegado hoy de visita inesperada y se ha tenido que quedar. Las dos tenían mucho de qué hablar, así que me he traído a su marido, Beppe, espero que no os importe. Le he hablado tanto de vosotros que ha insistido en venir.
- ¡Claro que no! Es un placer, Beppe. – Los cuñados se adelantaron y saludaron a Emilia con sonoros besos. Paolo rodeó a mi esposa y abrió una olla para oler el contenido.
- ¡Qué bien huele! ¿Le falta mucho? – preguntó Paolo, hambriento, como siempre.
- No, unos diez minutos. Abrid unas cervezas, que vamos en seguida.- Paolo dejó la tapa en su sitio y se dirigió a la nevera, no sin antes apretarle el culo a mi mujer con disimulo. Su cuñado, que se percató, me miró inmediatamente pero yo me hice el despistado y él no dijo nada. Cogieron sus cervezas y salieron con Moha al salón. Yo me rezagué en la cocina.
- ¡Ya te ha metido mano otra vez!
- ¿A mí? ¡Qué va! Te habrá parecido.
- ¿Cómo que no? ¡Venga ya, pero si te ha apretado el culo!
- Yo no me he dado ni cuenta. Te habrá parecido, hombre, que estás muy susceptible. Venga, tonto, vamos dentro – dijo, zalamera, dándome un beso y un apretón a mi trasero.
- Sí, sí, susceptible. ¡Pues yo sí me he dado cuenta! – Emilia se rio y entró al salón. En el sofá pequeño estaba sentado Moha y en el grande los dos cuñados, que se abrieron para dejar sitio a mi mujer, que se sentó entre ellos.
Beppe era del mismo tamaño que Paolo pero carecía de cualquier gracia que pudiera tener su pícaro cuñado: enjuto, con la perenne sombra azul de la barba, el pelo muy escaso y una barriga marca de la casa. Si la mirada franca de Paolo transmitía cordialidad, la de Beppe intimidaba al más pintado. Aunque parecía entenderlo todo, según nos aseguró Paolo, no sabía ni una palabra en nuestra lengua y no soltó ni media. Pero me fijé en que, cuando Emilia no lo miraba, echaba miraditas al escote de mi mujer, que llevaba un vestido negro y púrpura sin tirantes y con volantitos en la falda hasta medio muslo. Emilia no era una mujer muy grande y su figura tampoco era despampanante; unas tetas menudas pero bien puestas, el culito respingón de una quinceañera y una carita pecosa le daban un aire juvenil muy gracioso. Paolo contaba sus gracias de siempre y mi mujer se partía de risa con ellas; habían enlazado sus brazos y se apretaba contra él con las carcajadas. Él, siempre con las manos en movimiento, apretaba el codo contra el pecho de Emilia y, de vez en cuando, dejaba caer la mano un segundo en la rodilla o el muslo de mi mujer. Yo no les quitaba ojo y me estaba poniendo muy nervioso. Le pedí ayuda a Moha y fuimos a la cocina.
- ¿Estás alterado por algo? – preguntó cauto Moha.
- ¡No me jodas, Tronco! ¿No ves a Paolo? Se toma demasiadas libertades con Emilia, no digas que no te has dado cuenta.
- He visto que tu mujer es una magnífica anfitriona, una señora prudente y una buena amiga. Ya es como si fuera uno más de la fábrica y se comporta como tal. Es fantástica y hoy está preciosa, si me permites decirlo.
- Sí, ya. Pero Paolo le mete mano a la señora estupenda en cuanto puede y en mis narices.
- Hombre, ya sabes que Paolo hace lo mismo con los hombres. No puede hablar sin dejar de mover las manos y de tocar a todo el mundo. No lo hace con mala intención.
- Bueno, en eso tienes razón, Tronco. Supongo que no tendría que pensar mal. Ni debería importarme un pellizco en el culo. Creo. En fin, no importa. ¿Me ayudas a sacar los platos? Voy a descorchar una botella de vino para nosotros y a sacar agua para ti.
Yo seguía con la mosca tras la oreja y continué observándolos. La cena transcurrió entre risas, chascarrillos y picardías de Paolo, al que apuntaba algo de vez en cuando su cuñado en un italiano ininteligible, y las muestras de conocimiento de Moha sobre literatura, política y economía. Cuando Emilia sirvió la cena a cada uno, me fijé adrede cuando le tocó a Paolo. No podía ver nada, porque estaban justo enfrente de mí, pero cuando Emilia se inclinó a su lado para servirle, su mano debió subir por los muslos, acariciando las medias y se ocultó bajo su falda, aunque el movimiento de los volantes me dejaba adivinar lo que no podía ver. ¡El muy cabronazo se hinchaba a sobarle el culo a mi mujer delante de mí! Miré a Emilia pero se mostraba impertérrita y agaché la mirada al plato para no cabrearme más. ¿Es que veía algo en Paolo? No estarían liados, ¿verdad? Mientras mi mujer pasaba a servir a Beppe, Paolo siguió hablando sin parar como si no hubiera pasado nada. Entonces Emilia dio un respingo y dejó escapar un gritito.
- ¿Qué pasa, cariño? – me extrañé. Creía que le había caído algo del caldo al suelo. Todos la miraron y se ella azoró visiblemente.
- ¡Nada, nada, que me he quemado un poco, no te preocupes! – dijo, un tanto nerviosa, y siguió sirviendo a Beppe. No le di más importancia hasta que, con el rabillo del ojo, vi el reflejo en el televisor apagado, a la espalda de Beppe: ¡también él le metía mano a mi mujer bajo la falda! ¡Menudos hijos de puta! ¡Me parecía que aquello ya era excederse! ¡Con Paolo había confianza pero a Beppe lo acabábamos de conocer! Seguro que Paolo lo había llevado allí con la lección aprendida y el tío se estaba poniendo al día. Pero Emilia no sólo no decía nada sino que se demoró sirviéndole su ración y además, extrañamente solícita, le escanció vino en la copa aunque no estaba vacía. Empecé a pensar que a ella, más que importarle, le estaba gustando que la sobaran. Y aunque yo estaba indignado, me di cuenta que también estaba terriblemente excitado y apuntaba ya una erección que no sabía si podría disimular cuando nos levantáramos de la mesa.
Después del café, del té y los postres, nos servimos unas cuantas copas y seguimos la tertulia. A mí, con la cerveza, tres copas de vino y mi segundo gin-tónic, la cabeza me daba vueltas pero había conseguido cambiar mi predisposición para con los dos sobones. El alcohol había acabado ahogando mis objeciones y ya me daba todo igual. Le daba conversación a Moha, que se estaba explayando en algún tema del que yo no hacía ni caso porque no podía dejar de vigilar a los italianos, enfrente de mí, sentados a la mesa con mi mujer en medio de los dos. Los tres habían bebido tanto o más que yo por lo que estaba seguro de que no perdían el tiempo, así que tiré un palillo al suelo y fui a recogerlo para mirar bajo la mesa. Creía que vería a los dos cuñados acariciando los muslos de Emilia pero me equivoqué. A ver si es que estaba exagerando y allí no pasaba nada. Sí, eran sobones pero tampoco iba a armar un escándalo por eso. Creo que hasta sentí un poco de decepción…
- ¡Eh, Tronco! Le estás dando una paliza al pobre Jorge. Déjalo un ratito, anda. ¡Y tómate una copita, cazzo, que no te va a pasar nada! – Moha no contestó el comentario de Paolo y bebió de su vaso de té.
- ¿Alguien me podría decir por qué llamáis Tronco a Moha? No me parece un apodo muy poco acertado – preguntó Emilia, inocente.
- ¡Eso, Tronco! ¡Explícale a Emilia porqué te llaman Tronco! – estalló Paolo en una sonora carcajada a la que se unió Beppe con su risa de rata. Yo tercié para que Moha no se ofendiera.
- Déjalo, Moha, no le hagas caso. Hoy está especialmente imbécil.
- ¿Qué pasa? ¿Qué es tan gracioso? – siguió Emilia – A mí me lo puedes contar, ¿verdad, Moha? ¿Verdad que sí? – Emilia se hizo la niñita preguntona, haciéndole mohines sexys a Moha, que me miró poniendo los ojos en blanco.
- Tranquilo, Jorge, no me importa. Ya estoy acostumbrado.
- ¿Tan terrible es? Me estáis asustando – Emilia estaba muerta de curiosidad y yo me maldije por no habérselo contado antes. Todos en la fábrica lo sabían y no podía creer que Emilia no lo supiera todavía.
- ¡Sí que es terrible, sí! – siguió riendo Paolo.
- No es nada terrible, Emilia, querida – empezó Moha – He sido bendecido con un cuerpo maravilloso y doy gracias al cielo por ello.
- ¡Hombre, eso ya lo sé yo! ¡Salta a la vista, guapo! Pero no entiendo qué tiene que ver…
- ¡Qué tiene una polla como mi brazo, joder! ¡Si la tuviera yo, me llamarían Trípode! – Paolo se revolcaba de risa en el sillón y palmeaba los muslos de Emilia para acompañar las carcajadas. El asombro se dibujó en la cara de Emilia y tardó un rato en reaccionar, roja como un tomate.
- ¡Caramba, Moha, qué callado te lo tenías! Y oye… es que… de verdad… ¿tan grande es?
- ¡Emilia, por favor! ¡No seas impertinente! – la reñí yo sin mucho éxito.
- Para los estándares habituales entre varones de mi edad, raza y complexión, yo diría que ocupo una franja de medidas entre las más altas de un hipotético ránquing, que…
- ¡Tiene un pollón que no lo puede esconder! ¡Y los cojones, tendrías que verlos! ¡Como una cabeza de bebé! – Paolo evidentemente exageraba pero era verdad que el miembro de Moha llamaba la atención. Era muy divertido ver a los nuevos la cara que ponían el primer día que coincidían con él en las duchas. En seguida adivinaban el porqué del mote. Emilia no dejaba de mirarlo sin decidirse a hablar. Al final encontró el valor y se dirigió a Moha.
- Oye, Moha, cariño…tú y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo…no sé porqué nunca me lo dijiste pero ahora que lo sé…no sé si te importaría…en fin…ya sabes… – la mirábamos esperando la pregunta que no alcanzábamos a imaginar. Excepto Paolo, que se le adelantó; lo que estaba quedando claro es que conocía mejor a Emilia que yo.
- ¡Que le enseñes la polla, Tronco! ¡Mira que os cuesta ir al grano a todos! – Beppe aprobaba las palabras de su cuñado y dio unas palmas con mímica.
- Bueno sí… ¿me la enseñarías? – dijo Emilia con un mohín de niña inocente.
- ¡Pero bueno! ¿Estamos todos locos o qué? ¡Emilia, me parece que ya has bebido suficiente! ¿Estás tonta? – estaba realmente escandalizado. No podía creer que mi mujer hubiera hecho semejante pregunta. ¿Le había pedido a nuestro amigo Moha que le enseñara el pene? ¿Qué le pasaba aquel día?
- No me importa, de verdad, amigo Jorge. Si me das tu permiso, vamos a la habitación y Emilia puede saciar su normal curiosidad. Será un minuto.
- ¿Pero estás loco tú también? ¿Qué os pasa a todos hoy? De eso ni hablar. ¡Vamos, anda! Aquí el único que le enseña la polla a mi mujer soy yo, ¿estamos? Y se acabó.
- ¡Jorge, eres imbécil! – Emilia se levantó y salió hacia la cocina. Paolo la siguió y Beppe hizo el ademán de levantarse para seguirlos pero captó mi mirada asesina y volvió a sentarse para echar un trago largo de su bebida.
- Lo siento, Jorge. No creía que te fueras a molestar. No se hable más. Si me disculpáis, creo que es hora de volver a casa. Ha sido una velada interesante, no dejéis que se estropee al final. Buenas noches – Acompañé a Moha a por su chaqueta y fui con él hasta cerrar la puerta. Al volver, los italianos ya se habían despedido de Emilia, apuraban sus copas y se preparaban para seguir el camino del marroquí.
- Me parece que la has cagado, tío. Tu mujer no va a estar muy contenta. No sé por qué te pones así, colega.
- Me pongo como me da la gana. Ya hablaremos tú y yo – y salieron sin decir nada más.
Esa noche, Jorge no pudo dormir tranquilo. Con sólo cerrar los ojos veía a Beppe y Paolo rozándose con Emilia y tocándole el culo con descaro, mientras los tres se reían de él. Fue la peor noche desde que se casaron y su mujer lo tuvo sin sexo durante todo un mes; al final, optó por introducir a Paolo y Emilia en sus fantasías cuando se masturbaba y aquello le ayudó a superarlo. Siguieron quedando a cenar cada último viernes de mes, Paolo siguió tocándole el culo a su mujer pero no se habló nunca más de la polla de Moha.
Por su parte, Emilia se quedó un rato en el salón después de que Jorge se acostara. Aún estaba demasiado enfadada para compartir la cama con él. Al menos no antes de que se durmiera. Pero también estaba caliente: las caricias de Paolo habían sido más atrevidas de lo que estaba acostumbrada pero le dejó hacer, como siempre. Esta vez no se contentó solo con tocarle el culo, sino que le acariciaba la vulva bajo la falda. Estaba muy acostumbrada al italiano y lo quería mucho. Tenía algo que la obligaba a hacer ese tipo de tonterías sin pensar. Pero la sorpresa se la llevó con Beppe, el cuñado de Paolo: lo acababan de conocer y el tío no solo la tocó como hacía su cuñado, ¡sino que se atrevió a bajarle las bragas! Aunque casi se delató con aquel grito que soltó, consiguió disimular hasta que Beppe se las quitó del todo y se las guardó. ¡Y menos mal que era un pequeño tanga! ¡Menudo tipo, el cuñado! Mientras tomaban las copas, Paolo se comportó como siempre, rozándole las tetas con el brazo o palmeando su muslo. Pero Beppe metió la mano bajo la mesa hasta acariciar su coño y la estuvo calentando hasta que lo tuvo que parar para no correrse. Ese día se hubiera dejado follar por los dos italianos sin dudar un segundo. Pero tuvo que ponerse tonto Jorge y estropear la magia. Aquella negativa de su marido la obsesionó de tal manera, que no paró hasta convertir a Paolo en su amante: si las cenas eran los últimos viernes de mes, los primeros jueves, que Jorge siempre salía de viaje, los dedicaba a follar con el italiano. Y su marido no se enteró jamás.
Todo esto pasó en realidad y nada más que eso. Pero existen realidades alternativas, donde pequeños cambios en nuestras decisiones o en nuestros actos han creado nuevos mundos con nuevas historias. Y en uno de esos mundos Emilia no se fue a la cocina con rabia. En uno de ellos, Emilia le plantó cara a su marido:
- ¡Jorge, eres imbécil! – saltó Emilia con furia – ¡Estamos entre amigos, no seas tonto! ¿Ahora te has vuelto un puritano recatado?
- Pero mujer, ¿tú crees que es normal pedirle a nuestro amigo que te enseñe la polla?
- Precisamente se lo pido porque somos amigos. ¡Yo no voy por ahí pidiendo a desconocidos que me enseñen su cosa, a ver que te has creído! Nos conocemos desde hace mucho y hay confianza. ¿Verdad que sí, Moha, cariño? ¿Qué dices tú?
- Yo ya he dicho que, si Jorge da su permiso, te mostraré encantado mi…
- A mí no me hace falta el permiso de nadie. ¡Esto no es una dictadura! ¡Decido yo! Así que ya estás viniendo y enseñándome la polla. ¡Pero ya! ¡Y la quiero ver aquí mismo! – Moha se quedó un poco sorprendido y se volvió para mirarme.
- ¡Haced lo que os dé la puta gana! Está claro que yo aquí no pinto nada. Pero yo no quiero saber nada, tampoco – dije, ofendido, recostándome en el sofá y bebiendo de mi copa.
Moha se levantó, se descalzó, se quitó la camisa y el pantalón y, después de plegarlos y dejarlos en el respaldo de una silla, se acercó a mi mujer vestido con un calzoncillo bóxer ancho, que disimulaba a duras penas el tamaño de su paquete. Se plantó en jarras delante de ella y se dejó admirar su vientre trabajado y duro y sus piernas musculosas con el vello corto y ensortijado. Emilia se incorporó entre los dos italianos, que permanecieron aplastados en el sofá, y se sentó al borde del cojín, dejando que los pies de Moha flanquearan los suyos.
Por primera vez, Emilia estaba cortada y solo acertaba a admirar el bello cuerpo del marroquí, de los ojos al paquete y vuelta a empezar. Paolo se incorporó, se sentó junto a ella en su misma posición, le plantó la mano sobre el muslo y le susurró cerca de la oreja.
- Bájaselos, tú, preciosa. Te está regalando el momentazo para que decidas tú cómo y de qué manera – Emilia lo miró, mordiéndose el labio inferior, llena de dudas. Pero se rehízo en seguida y cogió el elástico del calzón con las dos manos. Pero se detuvo antes de seguir y me miró. Yo le di un trago a mi copa como si no fuera conmigo la cosa. En realidad, me sentía totalmente turbado: desde donde yo estaba, veía a mi mujer sentada de tal manera que casi le podía ver las bragas; Paolo, a su lado, le acariciaba el muslo sin recato y Beppe, al otro lado, la rodeaba con una mano en la cintura; Moha, de perfil a mí, esperaba a que mi mujer lo desnudara. Yo no sabía cómo se sentía Moha, pero yo, haciendo como que seguía enfadado, en realidad estaba luchando con un huracán de sentimientos: aunque me sentía humillado y ninguneado, estaba empalmado como un burro y esperaba impaciente el siguiente movimiento de Emilia.
Ante mi desdén, Emilia volvió a fijar su atención en Moha, aspiró profundamente y empezó a tirar lentamente del calzón hacia abajo. Primero asomó el vello púbico, tupido y ensortijado y a continuación empezó a verse la base del miembro. Emilia amagó un nuevo grito ante lo que estaba viendo y se apresuró a destapar su regalo, bajándolos con un par de tirones. La polla de Moha, que ya estaba a medio empalmar, saltó cuando se liberó y rozó la cara y el pelo de Emilia mientras ella acababa de quitarle los calzoncillos por los pies al marroquí. Se quedó mirando boquiabierta la polla monumental de nuestro amigo y se tapaba la boca con la mano de puro asombro. En ese momento Paolo volvió a hablarle a la oreja.
- ¿Qué te parece? ¿Te ha gustado verla? Es grande, ¿verdad? ¿Habías visto alguna vez alguna igual? – Emilia negaba con la cabeza sin destaparse la boca. Él la beso levemente en la mejilla y le susurró otra vez – ¿A que también te gustaría tocarla? – Emilia soltó un gemido sordo y largo. Se humedeció los labios y me miró de nuevo. Mantuvo la mirada durante unos segundos mientras quién sabe qué pensaba y volvió la vista a la polla de Moha.
- ¡Es impresionante! Nunca había visto ninguna así de grande, Moha. ¿Me la dejas tocar? ¿Por favor? – Emilia lo miraba de abajo hacia arriba, implorante y Moha se volvió una vez más a buscar mi aprobación.
- ¡A mí no me mires, ya la has oído antes! ¡Tú verás, Tronco!
Moha se giró y adelantó la cintura hacia Emilia y esta se acomodó en el borde del asiento. Ahora ya podía verle hasta las bragas pero me pareció ver mal y volví a mirar más atentamente: ¡pero si no llevaba bragas! Estaba casi seguro de habérselas visto al principio de la velada, cuando se sentó en el sofá antes de cenar. ¿Cuándo se las había quitado? En esas estaba yo, cuando Paolo ya había pasado de nivel y alargaba sus caricias desde las rodillas hasta tocarle la vulva a mi mujer. Beppe estaba al otro lado de Emilia, en el asiento más próximo a mí, y se contentaba en observarlo todo, sin apenas tocarla.
Emilia, por su parte, apoyada con una mano en la rodilla de Moha, coloco la palma de la otra sobre la base del pollón, cerca del pubis, y la fue deslizando a lo largo del tronco, muy despacito, hasta llegar al prepucio, que aún cubría la mayor parte del glande. Allí, giró la palma de la mano, cogió la punta y deslizó la mano de nuevo hacia arriba hasta topar en los huevos. Hizo lo mismo un par de veces y a la siguiente, con la polla aún morcillona, apretó el glande y subió y bajó la piel para descapullarlo unas cuantas veces hasta que notó que la verga estaba totalmente empalmada. Aún así, la polla de Moha no se levantaba más allá de estar perpendicular al cuerpo y se curvaba un poco hacia abajo desde la mitad hacia la punta. Emilia la acarició una vez más hacia arriba y cuando llegó a los huevos los cogió con dulzura, sopesándolos y magreándolos con placer. Cambió los huevos de mano y le cogió la polla para empezar a meneársela.
- ¡Dios, Moha, qué polla más hermosa! ¡Me encanta tocarla! ¡Mmmmm! ¡Qué bueno! – Emilia lo pajeó y mantuvo el glande descubierto unos segundos, mirándolo fijamente. Su mano era incapaz de abarcar aquel pedazo de carne marrón oscuro. De repente, me miró y, sin más, besó el glande con pequeños besos rápidos. Sin quitarme la vista de encima, abrió la boca y se metió la punta del pollón, abrazando toda la cabeza y chupándola. En sus labios se notaba el escalón entre el tronco y la cabeza, abultando en cada movimiento de succión, adelante y atrás. Cuando se la sacó, aspiró aire como si se estuviera ahogando y la volvió a acariciar con un sonoro beso – ¡Mmmmm! ¡Qué buena, Moha! ¡Cómo me gusta tu polla, cariño! ¡Cómo me gusta, por Dios! – y sacó la lengua para lamer los hilos de líquido seminal que colgaban entre sus labios y la polla de mi amigo.
En ese momento, Beppe volvió a sorprendernos: dejó tranquilamente el vaso a su lado, en la mesa del rincón, y se levantó del sillón, plantándose al lado de Moha. Con un par de movimientos rápidos se bajó el pantalón y los calzoncillos hasta medio muslo, y liberó su polla delante de Emilia que dejó por unos segundos de mirar la de Moha, aunque sin dejar de acariciarla.
- ¡Viva Italia! – con este grito, el menudo napolitano sacó a la luz una verga que, sin ser como la de Moha, era más grande que las de la mayoría de tíos, incluido yo. La de Beppe, sin embargo, conseguía apuntar hacia el cielo, aunque se torcía en una pequeña curva hacia la derecha. El contraste era espectacular: bajo su barriga peluda, la polla, del color tostado de su piel mediterránea, salía de una maraña de pelos hirsutos que rodeaban unas buenas bolas, gordas y sin descolgar.
Emilia se la miraba con lujuria mientras seguía masturbando al marroquí. Este pasó el brazo por los hombros del italiano y lo pegó a su costado, quedando las dos pollas a poca distancia y al alcance de Emilia. Beppe rodeó a Moha con el brazo y lo cogió por la cintura, mientras que con la otra se pelaba el cipote delante de los morros de mi mujer. Sin dejar de pajear lentamente a Moha, Emilia miraba a Beppe con cara de viciosa disfrutando de la vista. Beppe se aplastó la polla contra la barriga y apoyó un pie en el sofá. Emilia entendió su deseo y se acercó, solícita, para comerle los cojones al italiano, que dejó caer la polla en la cabeza de mi mujer. Yo me incorporé para verlos desde la espalda de Beppe y agaché la cabeza para mirar entre sus piernas. Podía ver la lengua de mi mujer lamiendo los cojones del italiano y pasando la puntita, de vez en cuando, por la raja peluda de su culo.
En aquella pose, Paolo no podía acariciar a Emilia y aprovechó para desnudarse. ¡Por fin una polla normal! Me reí entre dientes al pensar que me hubiera molestado que Paolo la tuviera más grande o más bonita que yo. Mi mujer se iba a comer las pollas de tres amigos míos y yo competía en ego con Paolo. Creo que tenía bien merecido todo lo que estaba pasando, al fin y al cabo. Sería cosa del karma. Resignado pero muy caliente por el show del que era testigo, me desnudé también y me senté en mi sofá lo más cerca que pude del trío.
Los tres hombres desnudos rodearon a mi mujer, que ahora se acuclillaba delante de ellos; Emilia chupaba sus pollas por turnos, saltando de una a la otra sin casi respirar y sus manos no tenían reposo, llenas de la carne de los tres hombres. Cuando alguno de ellos estaba libre de sus lamidas, daban rienda suelta a su deseo particular: Moha acariciaba a mi mujer, masturbándola dulcemente; Paolo se dedicaba a su culo, follando su ano con un dedo y chupando su oreja; por su parte, Beppe estaba obsesionado con frotarle la verga y los huevos por la cara y la cabeza, de modo que no hubo ni un centímetro por el que no dejara rastros de líquido seminal. Desde entonces, no podría besar a mi mujer sin ver aquel enorme pollón rozándose por toda su cara. Y yo me pajeaba furiosamente mientras lo veía.
- ¡Ayúdame, joder! – Cuando a mi mujer empezó a dolerse de la mandíbula, hizo acostarse a Moha en el sofá, con los pies en mi dirección, y ella se subió sobre él para hundirse su verga en el coño. Pero viendo que le costaba encontrar la manera de hacer entrar aquel monstruo en su coñito y con un poco de miedo por si le dolía, me pidió ayuda. Pero lo escupió como una exigencia, con desprecio – ¡Méteme su polla, cabrón! ¡Quiero que me folle!
Dejé de masturbarme y así el cipote del moro con una mano, intentando que la punta entrase en el coño de mi mujer. Pero con la curvatura y el grosor de aquel miembro resultaba imposible encaminarlo correctamente. Loca de deseo, volvió a gritarme.
- ¡Quita de ahí, inútil! ¡No sirves ni de mamporrero! – se bajó del sofá, levantó a Moha, sentó a Paolo en su lugar y me ordenó – ¡No te muevas de ahí! ¡No quiero que Moha se desempalme, así que ya le estás pajeando hasta que yo te diga! ¿Estamos?
Sin rechistar, abracé la cintura de mi amigo, que me miró con comprensión, me rodeó los hombros con el brazo y cogí su polla. Los dos mirábamos la escena del sofá mientras que yo, sin poder creerme lo mucho que me estaba gustando todo aquello, le hacía una paja al marroquí. Me gustaba ver cómo hacía aparecer y desaparecer el glande hinchado de sangre; me gustaba notar el grosor y la dureza del miembro, bombeando sangre por unas venas como tuberías; me gustaba notar el peso y la textura de los enormes cojones del moro que, a buen seguro, descargarían un río de semen caliente en las entrañas de mi mujer. Y enloquecía, mirando como otros hombres disfrutaban del sexo con mi propia esposa, la madre de mis hijos; aquel día una verdadera marrana, de la que, a pesar a todo, estaba locamente enamorado.
- ¡Chúpame el culito, Paolo, amor! – Con Paolo sentado en el sofá, Emilia subió de pie en él, de espaldas al italiano y se dobló por la mitad para pajearlo. Paolo le lamió el ojete hasta dejarlo chorreando, apretando y abriéndole las nalgas a mi mujer.
Cuando lo creyó oportuno, se incorporó y se fue sentando en cuclillas, apuntando la polla de Paolo hacia su culo. Se acarició el ojete con el glande y fue sentándose sobre él muy despacio hasta que el glande fue absorbido por su esfínter y se dejó caer del todo, sin prisas, atravesada por la polla de Paolo. Él la cogió por las tetas, magreándolas, mientras Emilia lo cabalgaba a su ritmo, acostumbrando su estrecha puerta al miembro de mi amigo. Con aquella pose, pues, se preparaba para la entrada de Moha, mucho más cómodo, dirigiendo su propio ariete.
- Sei una puttana, ma sei la mia puttana! Muove il culo, sporca! Comme ti piace, puttana, che ti guarda il tuo marito!! – Aquello debía ser verdad porque Emilia soltó un alarido y se recostó en el pecho de Paolo con su polla metida en el culo hasta los huevos. Se quedó así, mirándome, viciosa, y lamiendo la lengua de Paolo al mismo tiempo. Yo seguía meneándosela al moro, que no desfallecía, sintiéndome más excitado que si yo mismo fuera el que estuviera follándole el culo a mi mujer.
- ¿Te gusta lo que ves, cabrón? ¿Estás viendo cómo Paolo me folla el culo? ¿Ves como no me lo pellizca, imbécil? Me lo está follando con su polla. ¿Te gusta más así, cariño? Dime, ¿lo prefieres? ¡Ven y tócame, cornudo! – Como la postura era incómoda y le dolían ya las rodillas, Paolo la cogió por las corvas y la abrió de piernas, moviendo las caderas para seguir follando su culito delante de mí. Yo me senté en el suelo entre los pies de Paolo y miré cómo su polla entraba y salía del culo de mi mujer, haciendo temblar el esfínter con cada acometida.
- ¡Tócame! ¡Te digo que me toques! – gritaba Emilia como una posesa, sudando a mares. Yo me acerqué y acaricié sus ingles y su coño, apretando los labios al pasar por su hendidura mojada. Paolo se tomó un descanso y yo aproveché para lamerle el coño y morderle el clítoris hinchado. Entre jadeos, empujó mi cabeza hacia abajo hasta que lamí, no sólo el esfínter dilatado, sino también la polla que lo ensanchaba y las bolas que hacían de tope.
Sentí entonces que me empujaban los hombros hacia atrás y vi que Moha pedía paso. Me aparté, me coloqué detrás del sofá y relevé a Paolo en la tarea de abrir de piernas a mi esposa. Más descansado, ya podía dedicarse a follarle el culo a Emilia con comodidad. Ahora era yo el que dejaba el paso franco a otro amigo mío para que enterrara su verga en el coño de mi mujercita. Mejilla con mejilla, sentía su calor a través de la piel y sus jadeos me llenaban de excitación tanto como sus palabras, dirigidas a morder mi sentido de posesión y mi hombría.
- ¡Oh, Moha, cariño! ¡Métemela despacito, por favor! ¡Es muy grande, por Dios, no me va a caber! – suplicó mi mujer. Moha acercó el glande a la entrada del coño y lo dejó allí reposando entre los pliegues de los labios. Asentó bien los pies, le dio unos besos con lengua a mi esposa y empezó a hacer fuerza con la cadera. Al final todo fue muy fácil. Emilia estaba tan mojada que su coño se abrió como una flor hambrienta y dejó pasar el enorme rabo de mi amigo. Moha, sin embargo, no se emborrachó con la lujuria. Sabía que, en condiciones normales, nunca podría meter su polla hasta los huevos sin lastimar la matriz y ahora compartía espacio con la polla de Paolo, que no dejaba de bombear carne en el culo de mi mujer.
Moha empezó a follarla con mucho cuidado y yo dejé que las piernas de Emilia descansaran en los muslos del marroquí. Pasé otra vez delante del sofá y me quedé mirando cómo aquellos dos hombres le daban placer juntos a mi esposa, en un bocadillo de sexo increíble. En una pausa, les pedí que se detuvieran un momento. Necesitaba hacer algo y necesitaba que se estuvieran quietos. Metí la cabeza como pude entre sus piernas y me dediqué a lamer todo lo que encontraba por allí: quería chupar el espacio de piel que quedaba entre el coño y el culo de Emilia y lo lamí, junto con los huevos y las pollas de aquellos que se la follaban. Me tuve que apartar en cuanto empezaron a taladrarla de nuevo, lleno de semen, flujo y sudor pero no me alejé mucho. Los contemplaba extasiado y los acariciaba sin vergüenza, gozando de las sensaciones mientras me masturbaba.
De nuevo Beppe, que no había intervenido desde las mamadas anteriores de Emilia, se acercó y me dijo algo que no entendí. ¿¡Qué puñetas hablaría aquel tipo!? Viendo que no se hacía entender, me cogió de los brazos y me sentó en el sofá, me cogió por la cabeza y, antes de que pudiera siquiera preguntar, me metió la polla en la boca. Estaba en un punto en que no sabía si no sería yo mismo más puta que mi mujer. Lejos de protestar lo cogí de las nalgas y le dejé actuar, abrí la boca y dejé que Beppe me la llenara con su polla. Quería probarlo todo, saborear todo aquel brutal caos de sexo, retenerlo en la memoria para siempre. El italiano me cogía de la nuca y me follaba la boca, provocándome arcadas y ahogándome. De vez en cuando paraba y, con el pie sobre el sofá, me hacía lo que antes había hecho a mi mujer, obligándome a chuparle los huevos y el culo, cuando no me golpeaba la cara a base de pollazos.
- ¡Traelo aquí, maricona! Esa polla es mía y la quiero en mi boca, no en la tuya – como suponía que no me iba a entender, obedecí a mi mujer y arrastre a Beppe hasta el sofá y le señalé la boca de Emilia. Los tres se movieron un poco hasta que consiguieron una postura que permitiera moverse a los tres machos con comodidad. Beppe comprendió, subió al sofá y acercó su cipote a mi mujer, que se lo tragó de un bocado. Yo volví tras el respaldo y me acerqué hasta besar la cara de mi mujer. La polla de Beppe, torcida, hinchaba el carrillo izquierdo de Emilia con cada embestida y, a través de ella, yo notaba la fuerza del golpe en mis labios.
Emilia debió de perder la cuenta de sus propios orgasmos y, cuando Beppe se lo permitía, gritaba obscenidades, rogando para que la llenaran de leche. Por una vez Paolo tuvo más sentido común que el resto e hizo una propuesta.
- Chicos, yo estaría así toda la vida pero vamos a matar a la pobre Emilia. Propongo que la saquemos todos y que nos acabe ella como quiera – Emilia empezó a protestar, pidiendo la leche dentro de ella, de modo que optaron por una solución intermedia: acabarían todos en su puesto pero de uno en uno. De ese modo, Paolo siguió como estaba y fue el primero en correrse, llenando de semen los intestinos de mi mujer. Yo pajeaba a Moha hasta que fue su turno y empecé con Beppe. Moha se corrió a su vez y dejó encharcado el coño de Emilia, que rezumaba riachuelos de leche. Si dejaba preñada a mi mujer, me parece que no iba a poder hacerlo pasar como mío. Emilia nos llamó a Beppe y a mí y, mientras ella le mamaba la polla al pequeño italiano, me hizo lamerle los goterones de leche de su culo y de su coño. Yo tenía la polla morada de pajearme a rabiar de pura excitación. No dejaba de pensar en cómo en unas horas había pasado de marido indignado a cornudo consentido y bisexual; de alarmarme por una caricia al culo de mi mujer, a chupar las pollas que se la habían follado de todas las formas posibles; de preocuparme por si tenía una aventura, a participar en la orgía más bestial de mi vida, con mi esposa como destino de la eyaculación de cuatro hombres.
Beppe, por fin, se corrió en su boca y obligó a mi mujer a tragar toda su corrida. Emilia no podía tragar tan rápido y con la boca tan llena; él la forzaba a tragar, cogiéndola por la nuca, mientras ella le daba cachetes en el culo y las piernas para que la dejase respirar. Los ahogos de Emilia excitaban aún más a aquel hijo de puta, que no se amilanó y siguió follándole la boca a pesar de todo, así que la corrida le cayó a mi mujer por entre las comisuras, se atragantó, le salió semen por la nariz y con los ojos llenos de lágrimas, consiguió retener toda aquella avenida de leche calentita en su estómago sin devolver.
Cuando por fin tomó aire, empujó al gordito italiano y se arrodilló delante de mí, cogiéndome de la polla. No me esperaba aquel final. Estaba resignado a que tendría que acabar corriéndome sólo, mirando a mi mujer entre los tres hombres, cornudo y apaleado. Pero no fue así, ¡gracias al cielo!
- ¿Creías que te iba a dejar sin tu parte? ¡Qué tonto eres! – Emilia comenzó a pajearme mientras me hablaba, con cariño – Si no me hubiera comportado así contigo, no habrías disfrutado como lo has hecho. Y has disfrutado mucho, ¿no es verdad, guarrete? – La verdad es que tenía razón, para qué iba a negarlo…
- Pensaba que me despreciabas, que ellos te daban lo que yo no te daba, que estabas disfrutando tanto que …
- ¡Claro que he disfrutado, cariño, pero yo te quiero, bobo! ¡Era todo un teatro y lo jugaremos tantas veces como quieras, cornudito mío! ¡Ahora calla y disfruta! – y empezó a mamar como había hecho antes con mis amigos, con más arte que una puta vieja. ¡Un teatro!, pensé. No lo fue para mí, desde luego. Sufrí su desdén, la vergüenza de verme excluido, la picazón de los celos cuando tres hombres a la vez poseían a mi mujer, la humillación de verme usado, el shock de tener sexo con hombres, la excitación bestial que todo ello junto me producía. El deseo de repetir en cuanto acabara.
Beppe, Paolo y Moha rodeaban a mi mujer, desnudos, exhibiendo sus miembros aún hinchados y goteantes por la acción reciente. Los cuatro formamos un círculo, con mi mujer en el centro, arrodillada a mis pies y dándome placer. Por fin, entre gritos de lujuria, rodeado por mis amigos, mi mujer recibió en su boca el esperma del cuarto hombre aquel día, dejando resbalar la mayor parte hacia sus tetas, ahíta de tanto sexo. Al cabo, me arrodillé frente a ella y nos abrazamos con cariño durante unos minutos, recordándonos que nuestro amor era lo más importante. Los hombres lo entendieron y nos dejaron solos mientras se adecentaban y se vestían.
Un encuentro como aquel no volvió a repetirse nunca. La verdad es que no tuvimos oportunidad de coincidir todos juntos otra vez. Pero tanto Moha como Paolo fueron nuestros compañeros de juegos, juntos o por separado, durante mucho, mucho tiempo. En otra ocasión explicaré qué pasó con la mujer de Paolo…