El show debe continuar
C 13
Cathy: Ya me estaba resignando a presentarme a la cena completamente desnuda, cuando dos leves toques a la puerta abierta me hicieron volverme. Unos enormes ojazos grises me miraron. Era una chica muy joven con una caja de esas grandes, como para contener sombreros, en las manos.
—Disculpa, señora. Me han enviado a decirte que en la cena usarás esto —y puso la caja sobre la cama—. Debes pasar al comedor a las siete.
Dio media vuelta y se esfumó. Miré el reloj de la habitación. Eran las cinco. Tenía tiempo de arreglarme con toda calma. Abrí la caja y saqué todo su contenido. Había un par de botas largas, de látex, con altos tacones de aguja, un cinturón ancho que, de acuerdo a la fotografía anexa, debía colocar a la altura de mis caderas, una gorra militar, un collar de perra, largos mitones de encaje y un elegante antifaz, todo de color negro. «No voy a ir desnuda», concluí. «Esto será peor: Vaya guarra que estaré hecha con este atuendo». Pero si esas eran las instrucciones de Shen, obedecería y me comportaría con todo el descaro del mundo. Exactamente como había hecho durante mi exitoso strip tease en el «Inferno». A fin y al cabo, pensé, «el show debe continuar», y «al público hay que darle lo que pide», y demás estupideces. Decidí que me comportaría de tal modo que mi actuación fuese inolvidable.
Me di un baño de tina sin ninguna prisa, tomándome todo el tiempo del mundo en prepararme, física y mentalmente, para la prueba que me esperaba. Mientras tomaba el baño medité profundamente. Vacié mi mente de todo pensamiento y me sumergí en la nada. Luego, pasé al otro extremo: comencé a imaginarme las escenas de sexo más candente. Acaricié todo mi cuerpo con la esponja empapada en gel y aceites aromáticos. Me masturbé varias veces hasta el límite del orgasmo, pero sin correrme. Eso hizo que mi mirada brillara y que la circulación de mi sangre se activara, iluminando mis mejillas. Y también me puso en un estado de enorme tensión. Salí del baño y me sequé cuidadosamente el cuerpo y el cabello. Humecté mi piel con ricas cremas. Me arreglé los pies y las manos meticulosamente. Nutrí mi pelo con tratamientos especiales, lo sequé y peiné.
En el baño encontré todo lo que necesitaba para mi arreglo personal. Puse todo mi esfuerzo en maquillarme para acentuar el efecto de puta que mi escasa vestimenta sugería. Las escasas prendas me darían una imagen completamente ajena a la niña inocente que había sido. Me coloqué las pestañas con mucho cuidado. Pinté mis ojos con sombras color humo, delineador y rímel negros, y los labios de un rojo intenso. Escogí un juego de uñas postizas, me las pegué y las pinté del mismo color fuerte. El contraste con mi piel blanca y las prendas negras hacía resaltar las uñas como si las hubiera sumergido en sangre. Recogí mi cabellera rubia con unas peinetas negras y me hice un peinado retro, muy años 40, que dejaba despejadas las sienes y empujaba mi cabello hacia la nuca, desde donde caía suelto sobre la espalda. En una gaveta había también muchas piezas de bisutería fina. Me puse unos anillos metálicos pavonados en los pezones, el ombligo y el monte de Venus, y los uní una cadena.
Coloqué aretes de perlas negras en las orejas, y otros iguales, pero mucho más pequeños, en cada piercing de los que mi amo me manda a colocar en diferentes partes del cuerpo cada vez que soy montada por un cliente nuevo. A ese paso llegaré a tener la piel hecha un colador, pero no es cosa de llevarle la contraria a mi amo. De todos modos, en aquel momento ya tenía más de cien piercings. Algunos en las tetas, otros en las orejas, las nalgas, el monte de Venus, y hasta en las cejas y los labios. De alguna manera intuí que todas aquellas condecoraciones tendrían su efecto en el público que me tocara esa noche, que adivinaba sería bastante conocedor de toda la parafernalia sado. Que no fueran a pensar que yo era una bisoña.
Poco antes de las siete me perfumé hasta el último centímetro del cuerpo con la fragancia más incitante que encontré en el gabinete del baño. Luego, me calcé las altas botas de látex negro, me puse el cin
turón, los mitones, el collar, el antifaz y la gorra. Me miré al espejo de cuerpo entero y no me reconocí. ¡Cuánto había cambiado! Quedaba muy poco de la niña dulce y mimada que había sido antes. En su lugar había surgido una verdadera puta. Mojé uno de mis dedos en mi saliva y comencé a masturbarme a la vista de mi imagen en el espejo. Abrí mi raja y pude ver cómo el dedo entraba y salía de mi coño completamente húmedo. Describí círculos de placer en torno a mi clítoris y me llevé al borde del orgasmo. En el último segundo me detuve y dejé que mi respiración volviera poco a poco a la normalidad.
Aún excitada, volví a verme en el espejo. Adopté una actitud seria, pero relajada. «Aquí vamos», pensé. Respiré hondo, abrí la puerta y eché a andar por el corredor. Entonces me di cuenta de que no tenía idea de dónde quedaba el comedor, pero me limité a seguir a varios hombres y mujeres que se dirigían todos en la misma dirección. Pensé que mi atuendo resultaría extraño, pero cada uno de ellos iba vestido, o desvestido, de la manera más exótica. Abundaban corsés, tiras de cuero, cubre pezones, anillos, piercings, tatuajes, hilos dentales, medias negras, tacones de aguja, brevísimas tangas, látex, encaje, cadenas, seda, terciopelo, piel, plumas, perlas y demás elementos de la moda sado, así como las armas del mismo: látigos, cuerdas, esposas, grilletes, fustas y otras lindezas. Me llamó la atención que todas las prendas fueran negras.
Seguí a los huéspedes por los corredores de la mansión. Bajamos por las escaleras a la parte subterránea, donde estaban los despachos, cocinas y demás áreas funcionales. Seguimos por un amplio pasillo de casi un kilómetro de largo hasta que todos desembocamos en una sala bastante grande. Subimos por las escaleras curvas que partían hacia arriba y entramos a otra sala aún más grande, sobre la superficie. Debía de formar parte de un edificio lejos de la mansión. No tenía ventanas. Enormes arañas de cristal iluminaban el recinto. Los pisos eran de mármol y en las paredes había hermosos espejos. La decoración era versallesca. Aquí y allá había cómodas sillas, sofás y canapés. El centro de la sala, sin embargo, lo ocupaban largas mesas con numerosas sillas. El servicio estaba puesto y era evidente que todos estábamos invitados a la cena. Eso sí: los sumisos no comeríamos en las mismas mesas que los amos. Sobre cada plato estaba colocada una tarjeta con dos símbolos: el del clan y el de cada invitado. Miré bajo mi teta y vi que tenía el dragón de Shen y otro símbolo que no recordaba cuándo me había sido tatuado: Un ideograma japonés que no me decía nada. Busqué el dragón y el ideograma entre las tarjetas y al fin los encontré. Ese era mi lugar. Traté de memorizar el sitio.
Luego fui a sentarme a una silla y me dediqué a observar el entorno. Había amos que habían llegado con sus sumisos de uno y otro sexo debidamente encadenados o atados. Algunos amos conversaban mientras exploraban los genitales de los sumisos ajenos. El deber de éstos era permanecer impasibles mientras el amo desconocido magreaba sus pechos, pollas o nalgas. Algunos saboreaban la piel de los sumisos, los besaban intensamente o se daban una paja contra sus cuerpos. Los esclavos los dejaban hacer, con los ojos bajos y expresión humilde. Pero no pasaban a más. La tensión crecía, pero todos aguardaban lo que iba a suceder más tarde y era claro que estaban reservando sus energías para entonces.
Había también hombres y mujeres solos, como yo, aunque lo habitual era que los amos y amas llegasen al recinto acompañados de un séquito de tres o cuatro esclavos, hombres y mujeres. Y eran frecuentes los amos con sumisos de su mismo sexo, aunque en general, el séquito solía incluir personas de ambos sexos. No me extrañó. Al parecer, me iba acostumbrando a aquel extraño mundo en el cual todos parecían ser bisexuales. Reconocía que el sexo entre mujeres podía ser muy gratificante, y mucho más tierno que el que había conocido con hombres. Recordé con afecto a Fatah. ¿Dónde estaría? Vino a mi mente la hermosa cabellera negra, los labios sensuales y aquel cuerpo voluptuoso. Mi entrepierna se humedeció aún
más.
Volví a observar a la concurrencia, queriendo averiguar si entre todas aquellas mujeres estaba Fatah. Abundaban los cinturones de castidad, los arneses que hacían imposible abrir o cerrar la boca, los atuendos que daban a los sumisos una apariencia un tanto animal, así como las capuchas, vendas, antifaces y demás parafernalia que impedía reconocer los rostros. Nadie iba a cara descubierta, y eso aumentaba aún más el morbo. Podía haber padres follando a sus hijas, hermanos a hermanas, madres a hijos, sin enterarse.
La temperatura sexual fue creciendo durante el rato que estuvimos esperando a que empezara la cena. Por fin, cuando ya se hacía insostenible la atmósfera caldeada por varios cientos de cuerpos semidesnudos, apareció una pareja. Eran los cuerpos más sensacionales de toda la sala. Ella era una mujer alta, con la cara cubierta por una máscara y un velo negros que sólo dejaban a la vista su boca, su barbilla y sus ojos azules. Llevaba una hermosa capa de terciopelo negro. Finos bordados de oro la adornaban y le daban una apariencia irreal. Me fijé bien y de pronto caí en la cuenta que representaban las alas de una mariposa monarca. Debajo, un elegante y amplio vestido de noche cubría la mayor parte del su cuerpo. Del talle a las caderas era de tafetán, pero el escote halter y la ancha falda eran de muselina negra. Sus largas y hermosas piernas se transparentaban a través del leve tejido, lo mismo que sus tetas, pesadas y generosas. Era evidente que no llevaba bragas y un anillo de oro brillaba sobre su monte de Venus cuidadosamente depilado. A pesar de su sensacional figura, supe que no era una jovencita. Debía tener por lo menos cuarenta años.
Era claro que ella era la importante. «Una reina», pensé. De algún modo supe que ella era la que gobernaba aquel mundo paralelo a la realidad cotidiana. A su lado había un hombre alto, con la cara cubierta por una máscara que sólo le dejaba libres la mandíbula y la boca. Sus ojos eran también azules, pero su cabello, que asomaba tras la máscara, era rubio. Era un tipo fornido y elegante, con una barba poblada, también rubia. Llevaba una capa de terciopelo, pero sin bordados, y debajo una larga túnica, muy ligera, que permitía apreciar la perfección de su cuerpo. Era evidente que debajo estaba completamente desnudo. Iba descalzo, la reina en cambio calzaba altos tacones de aguja. Aún así, el tipo la sobrepasaba en estatura por varios centímetros.
Un rey consorte, me dije. Un papel un tanto desabrido en un mundo tan machista. Pero de algún modo supe que el hombre disfrutaba su papel. Me asombré de mi intuición al elegir maquillaje cuando vi que la reina tenía pintadas las uñas y la boca del mismo rojo atrevido que yo escogiera. No éramos las únicas. Cada personaje llevaba un detalle rojo en su vestimenta o maquillaje. La reina y su pareja entraron rodeados de una guardia personal de seis hombres y seis mujeres. Vestían únicamente unas tiras de cuero negro con anillos. Era claro que la función de aquella escasa indumentaria era realzar sus pollas y tetas y en modo alguno cubrirlas. Portaban armas de diseño exótico, pero eran claramente funcionales y no meros adornos. Abundaban los puñales, espadas, arcos y flechas, todo negro o de metal pavonado. Hombres y mujeres eran altos y fuertes y también era evidente su función defensiva.
A una señal de la reina, pasamos todos a ocupar nuestros lugares en las mesas. A mí me tocó una silla en una mesa lateral, correspondiente a los sumisos. La reina, su consorte y demás dominadores ocuparon la mesa del centro. La reina a la cabecera principal y su pareja al otro extremo. Un riguroso protocolo regía la cena. La mesa estaba adornada con orquídeas y otras flores exóticas. Los cubiertos y vajillas eran negros, con adornos dorados. Los manteles eran negros, lo que destacaba el colorido de las flores. A mi izquierda se sentó un hombre cuyos cabellos negros, lacios, caían hasta su espalda. Tenía los ojos grises y un delfín bajo la tetilla derecha. Tenía la barba poblada, entera, y todos sus movimientos eran de una gracia y elegancia notables. A mi derecha había un pelirrojo. Iba afeitado, y con el cabello mucho más corto. Sus ojos eran verdes y su piel blanca. No le había dado mucho el sol, lo que me hizo pensar que era un recién llegado. Su tatuaje era un oso. A los sumisos, lo comprendí enseguida, nos estaba vedado hablar durante la cena, de modo que me concentré en observar de reojo a los dem&aac
ute;s y en saborear la comida.
La belleza de todos era quizás lo más notable. Los tipos físicos variaban extraordinariamente, pero parecía que alguien hubiese escogido lo mejor de cada raza y lo hubiese perfeccionado a extremos increíbles. Todos llevábamos atuendos que resaltaban nuestros cuerpos y que dejaban completamente a la vista nuestros atributos. Noté sin sorpresa que los compañeros sentados a mi vera tenían sus vergas erectas. La tensión sexual se respiraba en el ambiente, y en la mesa de los dominadores estallaba en ruidosas carcajadas y procaces bromas.
En mi mesa cenamos en silencio. Comí con apetito y traté de corresponder con tímidas sonrisas y elocuentes miradas de soslayo a mis compañeros más cercanos, que no perdieron ocasión de tocarme por debajo de la mesa. Pero por lo demás, todos conservamos la compostura, al menos aparentemente, como correspondía a sumisos bien entrenados. Cuando por fin concluyó la cena y retiraron el servicio, un contingente de esclavos entró y encendió las numerosas velas que se alzaban de enormes candelabros. Las mesas y las sillas fueron retiradas y las demás luces se apagaron. La atmósfera se volvió extrañamente íntima y a la vez sórdida.
Una claraboya se abrió en el techo y lentamente descendió una figura femenina. Venía encadenada y sujeta a un marco de hierro que mantenía sus piernas y brazos completamente abiertos. Su cuerpo describía una X mientras descendía. Cuando llegó abajo, su amo, un individuo cubierto sólo por una máscara negra, la sostuvo y fue ayudado por otros esclavos, que la dejaron con los pies apoyados plenamente en el piso. El marco fue sujetado también al suelo. La mujer no podía moverse y presentaba una indefensión total.
La miré bien. A pesar del antifaz que cubría la mitad de su cara, algo en ella me parecía conocido… y de pronto tuve que reprimir un grito: era Fatah, mi adorada Fatah. Con mi mente le pregunté: «¿Estás bien?». Ella asintió. ¿Qué iba a pasar? Una profunda desazón me invadió. Aprendí a interpretar signos, cuestiones que flotaban en la atmósfera y en la agitación de los invitados. Supe que lo que iba a ocurrir no sería agradable, me estremecí, pero comencé a prepararme para lo que viniera.
No me equivoqué. La multitud se agolpó en torno de Fatah y su amo, quien anunció una «prueba de obediencia». Pero antes de principiar con el suplicio de mi desdichada amiga, su amo inclinó la cabeza hacia la reina. Todos se quedaron esperando su señal. Ella dijo con voz potente: «La esclava recibirá veinte azotes. ¿Hay quién desee tomar su lugar? »
Sus palabras despertaron una oleada de repulsa entre el público. Nadie en su sano juicio quería tomar el lugar de Fatah. Escuché mentalmente los comentarios de todos y me estremecí. «Atajo de egoístas», pensé. No había uno solo dispuesto a tomar el lugar de Fatah. Miré a mi amiga. Estaba pálida, pero había asumido su castigo, inmerecido o no, y se preparaba mentalmente para soportar el dolor. A mí aquella falta de rebeldía me revolvió la sangre. Escuché sus palabras en el último minuto, pero yo ya estaba lanzada: «No, no lo hagas», me suplicó. Pero yo ya había caminado hacia ella y me había presentado ante su amo.
—Yo tomaré su lugar —dije en alta voz, para que todos me oyeran. Me volví y miré a la reina con aire desafiante. En ese momento la odiaba, por haber levantado aquel tinglado, por ser la causante de las desventuras y humillaciones de Fatah, y de los míos también. Y vi en sus ojos cruzar una mirada, que no era de odio, como yo pensé, sino de insondable tristeza. Comprendí entonces quién era la reina, y me sorprendió aún más que no me sorprendiera descubrir que era mi madre.
Pero ya soltaban de las cadenas a Fatah y me colocaban a mí en su sitio. En el último minuto, me envió toda su energía y me ordenó: «Ciérrate a toda sensación». De algún modo, supe cómo hacerlo. Cuando sonó el primer trallazo, estaba bloqueada, con los ojos fijos en los de la reina. Obstinada, me negué a contar.
Autor: lechenpolv0
lechenpolv0 ( arroba ) hotmail.com