Hetero, polvazo. Después de intercambiar a través de internet sus gustos, opiniones, deciden conocerse en persona.
La conocí por Internet. Con las prevenciones lógicas obviamente.
Yo me preguntaba si ella mentía. O si realmente era como contaba. ¿Tendría esa onda en la vida real? ¿Sería tan caliente como declamaba?
Pero me fui enganchando. Sus elogios de mis relatos. Un par de palabras obscenas, algunos detalles de coquetería y transitamos ese camino tan oscuro del deseo cybernauta.
Claro que para un joven de 40 la frescura y la indolencia de un caramelito de 23 es demasiada tentación. Intercambiamos historias y la siguiente sesión de chat produjo tormentas eléctricas en las fronteras de mi cerebro.
Resistí todo lo que pude, aguanté a pie firme preguntas indiscretas, detalles eróticos y seducciones espontáneas. Me mantuve serio y profesional aduciendo una supuesta madurez adquirida con la edad y una real lejanía de nuestra residencia. Ella haría otros planes.
Intercambiamos opiniones y direcciones. Arreglamos mundos y sanamos heridas. Cuando llegó el décimo correo empezamos con las fantasías a cumplir. Hablamos de sumisiones y de infidelidades compartidas. También de deseos y del goce que realizar el deseo produce.
Hasta que, contra todas mis presunciones, (o barreras), ella decidió el juego. Y como jugarlo. Hasta definió las reglas y me llevó a jugar.
Desde que nos vimos estoy excitado. Me molesta porque tengo que mantener la mano izquierda en el bolsillo, O el saco doblado y colgado contra ese lado del cuerpo.
Ya llevo 30 minutos charlando con todos sus amigos y sigo al palo. Me duele.
Otra vez está mirándome embobada como si fuera el único ser que sabe hablar en el planeta. Le brillan los ojos del orgullo. Pero yo estoy al palo, hablando con la gente. Todos alrededor, me preguntan del país, de la vida, de mi experiencia, de mi trabajo. Hablo con todos y con cada uno.
La perdí de vista un segundo y ya está aquí. A mi lado izquierdo. Me excita y me enerva que sé de cuenta de mi excitación. Porque lo hizo a propósito. Se acomodó a mi izquierda y para tocar con la mano y ver hasta donde me llega la calentura. Me abraza por la cintura y reclama que me dejen. Que me quiere para ella un rato.
Siento que se aprieta contra mí. Sigo excitado, endurecido.
La beso, le como la boca, caliente y necesitado. Me hice adicto a sus mimos por correo y hoy, que por primera vez la miro, quiero hacerle el amor en cualquier sitio. Juega un rato con mi lengua y con mis manos. Su espalda se entrega pero la cabeza da el no como una orden.
Tengo que esperar hasta más tarde.
"¿Tenemos que ir a casa?" Pregunto, protesto. Asiente.
Terminó el suplicio de la reunión y salimos abrazados y riendo.
Mi mano izquierda en el bolsillo como toda la noche. No se como voy a decírselo pero no vamos al departamento. No creo poder aguantar el viaje sin tomarla. Sin poseerla.
Está preguntándome algo sobre el color del vestido de la flaca rubia y filiforme, o comentando detalles del tamaño de los zapatos del veterano, (más que yo), que llevaba el Rolex en la mano izquierda, mientras mi palo sigue insistiendo en que no siga por la ruta y me meta en uno de esos hoteles, albergues transitorios, que me llaman con carteles de colores. Estoy por pasar el último hotel cuando me decido y doblo, demasiado rápido, salgo de la avenida y me instalo a esperar que la puerta automática se abra.
Primero estoy escuchando toda su tecnología uruguaya en el arte de putear porque al doblar termina tirada contra mi humanidad sin esperarlo. Y segundo; su exhibicionismo no incluye hoteles de este tipo.
No aguanté más, me encanta cuando sus ojos brillan enojados, le tapé la boca, (literalmente), con un beso y miro de costado al recepcionista. Mi mano izquierda recibe por la ventanilla la llave de la habitación, sin que pueda decirle gracias, mi boca está ocupada.
No se dio cuenta pero la besé de ojos abiertos. La escena de la ventanilla, el recepcionista y la llave en mi mano izquierda no la pudo ver. Le digo al oído que la amo. Que no podía esperar más. Que no es justo tenerme otra media hora más al palo. Su sonrisa me deja ganar.
Tomo su boca, su cuerpo, su pecho. Todo con demasiada pasión. Pero ninguna queja se oye, goza y me deja hacer. Me da y me pide. Su boca se h
ace un pozo para quedarse con la mía.
Le pido la cola, "que no", contesta. Su cara se ve distinta, sus ojos tienen alguna malicia que no puede contener.
"Que no" Pero la tengo desde atrás y de frente se ve en el espejo.
"Que no" Y ya me estoy inclinando a beber de su concha.
"Que no" Y me llega a la nariz su olor.
"Que no" Y el grito le ahoga la o.
Camina hacia el bar, la falda alzada, las piernas al aire. Encuentra algo que la hace sonreir y vuelve.
Hundió los dedos de su mano izquierda en el dulce de leche y los levantó chorreando sobre el frasco hasta que abrí mi boca y empecé a chuparlos. Tuve que lamer cada pequeña partícula, rozándole la piel de los dedos con la lengua. Llegué hasta reconocer sus huellas dactilares con los dientes, forzando apenas la carne a hundirse en el trayecto de mi boca. Debí entreabrir mis labios en sus nudillos, volver a cerrarlos para volver a abrirlos Tuve que pasar la lengua por el filo de sus uñas, intentar meterla en el último resquicio. En el último límite. Vi sus uñas brillar con mi saliva, como si las hubiera pintado hace un instante con esmalte. Con mi laca.
Y cuando terminé de sacar hasta la última gota, hube de relamer el dulce que había quedado en mis labios, (morderlos, morderme), para que liberen toda la dulzura final en mi boca y así acercarme, con la lengua gorda y rugosa. Con todas las papilas dilatadas. Acercarme a su boca. Forzarla dulcemente a abrirse, excavarla poco a poco hasta que ceda y empezar a beberla como si todo en ella fuera líquido.
Tuve que recorrerla con mis manos de la cintura hacia la cola, apretando fuerte sus nalgas, una, dos veces, y sin detenerme más, subirlas, arrolladoras e inexorables, para instalarlas en sus senos. Para estrujarlos. Me obligó a exprimirlos, a manosearlos, a estirarlos, a pellizcarlos, a sobarlos, a rasgarlos, y luego a sorberlos con mis labios. Buscaría, en vano, una gota esencial, un milagro de amor.
Su sabor me envicia. Me traslada. Me obliga a caminar por su cuerpo como un poseso del demonio. Me lleva a su oreja para declararle y lamerle mi amor. Mi deseo, mi desesperado intento de regresar. De estar en su cuerpo.
Ella supo, siempre, que estaba excitado y que bajo el pantalón pujaría mi miembro. Que mis testículos dolían de estar así, atrapados.
Su mano baja muy despacio el cierre metálico, dejando gemir cada uno de sus dientes.
Se mete en mi jean, abriendo camino con la punta de las uñas, forzando al pantalón a despegarse del cuerpo. Siente el calor que despiden mis huevos, intuye que va a servir para acercarme y pegarme totalmente a ella. Para soldarme a su cuerpo para siempre y quedarme colgado de ella, atraído por un imán potente. Irresistible
La desnudo, torpe, delirante de deseo. Tironeo de la poca ropa que nos queda, reventando botones, cierres, ganchillos, cerrojos, velcros, llaves, lazos, cadenas, broches, trabas, trancas, trampas. Dejo que caiga en cámara lenta sobre la cama, y que su pelo flote alrededor como si yaciera en el agua y viéndola, tan desnuda y tan húmeda, me zambullo en sí, me entierro en su carne, me inundo en sus jugos, crepitando con cada movimiento.
La llevo, lento y con pulso firme, hasta el borde de la cordura. Le apago los gritos en mi boca, y me dejo morder salvajemente. Me tomo su placer con los oídos para poder inundarla. Inundarme e inundarnos.
Y pide, desgarrándome, la abundancia en mi esperma. Lo pide blanco. Lechoso, fértil. Siento que me voy. Que mi leche Purísima y Vital se acomoda para descargarse dentro de su cuerpo, buscando su alma.
"Que no" Me repite casi llorando, feliz en el placer consumado.
La siento llorar. Con la cabeza oculta, por haber tocado la felicidad con nuestros cuerpos.
Pero no me doy por vencido.
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