Era un día de tormenta. Igual que hoy el miedo no me dejaba descansar. Esos truenos que no dejan de retumbar en mis oídos como eternos golpes sobre el metal… Y no se va. Subí al terrado, no se fuese a hundir el techo de la habitación que daba a la buhardilla de mi vecino. O tal vez subí porque la intranquilidad me decía que tenía que buscar cobijo.. o tal vez.. pero no podía ser. Sólo lo había visto una vez, en las Galerías del Corte Inglés. Aquél día entré a los probadores con un pantalón negro de pinzas, muy elegante, al salir para que la dependienta me diera el visto bueno al largo, me crucé con su mirada que, con gesto algo burlón, o al menos así me lo pareció, me comentó: ¡te quedan perfectos!. ¡Ah!, ¿Eres tú el nuevo dependiente?. Risas.
Sus dientes blanco, perfectos, su cara de osito de peluche, ojos para no dejar de mirar, boca para besar.. ¿de dónde había salido este chico tan atractivo?. Mejor ni preguntarlo. Elvira llegó pronto. Parecía comprender las risas y el motivo. Irritada por el atrevimiento, le pedí, por favor, me midiera el falso, porque me daban mucho miedo las tormentas y se avecinaba una buena con esta lluvia. Tranquila, con brillo en esos ojos burlones tan almendrados que dios le había dado, o su padre y su madre, que para el caso es lo mismo, ágilmente me puso alfileres alrededor del falso, medida perfecta y pasé al probador, quería irme antes de que la tormenta fuese cada vez más fuerte.
Últimamente estoy de un sensiblero cursilón tremendo, cualquier cosa me irrita o me excita… tendré que ir más a menudo al gimnasio, pensé. Salí acelerada, tomé las escaleras del fondo y, en vez de bajar hacia la calle, que era lo lógico, subí a tomar un café a la cafetería. Había estado otras veces. Muchas. Me gustaba el olor a café, el ruido sin distinción de frases, ecos de voces de la gente que siempre había en aquella hora punta. La nuca empezó a quemarme. Sentía una mirada fija en ella. Lo notaba. No quise levantar la cabeza hasta que se acercó el camarero con el servicio pedido. Dándole las gracias, giré hacia donde mi nuca me delataba, pero no vi nada especial. Al volver la cabeza hacia mi humeante café allí estaba él. Se había sentado enfrente y, me empezó a contar que en días de tormenta como hoy, él prefería la compañía de una chica guapa. No protestes. Escucha. Tengo mil historias que contarte. Hablaba, hablaba. Gesticulaba con las manos, me abarcaba toda con su dulce mirada. Acabé participando de la conversación. Apenas recuerdo cuando, ni cual fue la palabra, que encadenó mis frases con las suyas. Qué alegó o afirmó, pero allí estábamos los dos, discutiendo sobre las nuevas tecnologías y la fuente de alimentación de mi ordenador, que a buen seguro, me costaría más de tres mil pesetas, por haberme dejado la ventana abierta de par en par.
Aquella tormenta no parecía tener intención de interrumpirse. Subí al terrado, toqué a su ventana. Me abrió al instante.
-¿Estabas espiándome?.
– Qué amabilidad la tuya, encima de que intento que olvides la tormenta. Sé cuanto te asustan. Me disponía a pedirte el favor de que me acompañaras. Pasa.
-¿Pasa?. Querrás decir que baje y suba. Tu buhardilla no tiene entrada al terrado, ¿recuerdas?
-No te demores. Cerró la ventana. No quise tomar el ascensor por si se iba la luz. En el rellano había un farol azul, me quedé parada. Recordé las luces azules del quinqué en forma de botijo de Galerías. Cómo Tomas me había abrazado, besado, ansiado en aquél rellano del cuarto piso. Giré la cabeza. Estamos locos. Sólo que en Galerías, inesperadamente nos encontramos con una alfombra que algún empleado había dejado olvidada, lo cual nos alegró ya que nos sirvió de cobijo al deseo, la gula de nuestros cuerpos, el olvido del presente hacia un larguísimo infinito…Sus manos me acariciaban seguras, firmes, justo por donde yo más deseaba sin indicárselo. Nuestra armonía era perfecta y nuestros deseos satisfechos en sincronía como amantes que llevan conviviendo juntos toda una vida y les ha dado tiempo de contarse mil unas manías, querencias, gusto
s para hacer el acto de amor más placentero.
Ese pensamiento aceleró mecánicamente mi paso. En unos segundos estaba tocando a su puerta. Un poco cansada, cuatro pisos que me empeñé en subir . Manías vergonzosas de contar, pero que podían llegar a paralizarme si con la lluvia venían tormentas, truenos o relámpagos.
Me recibió con una camisa de rayas manchada de restos de pintura.
-¿qué hacías?. Pintabas?
– Si. Pasemos a la buhardilla. Entra. Estaba acabando «El Apocalipsis», me presento al premio L»Oreal y me queda poco tiempo.
– Puedo verlo?
– Claro. Me senté a contemplar como terminaba unos trazos, sombras sobre la figura de un gran caballo alado que iba montado por un bello arcángel.
– Qué preciosidad. Es muy original. Tenía puesta una música suave y adornos de luz, mucha luz, por todas las esquinas de distinta intensidad.
-¿por qué tanta luz?.
– Así doy al cuadro la sensación, en tonos y sombras, de que ocurre el gran capítulo que movió al mundo.
– El arcángel no llevaba más vestimenta que sus alas y curiosamente estaba muy excitado.
– Me llamó la atención ese detalle y se lo comenté. Me comentó que la muerte que siente cercana le excita. No sabe como explicármelo, pero así es.. por esto está al borde del éxtasis.
Sus explicaciones, sus manos moviendo los pinceles, sus piernas debajo de aquella camisa de pintor me estaban poniendo muy excitada a mi también.. sentía mi cuerpo latir deseoso de sexo, de la pasión que inundaba aquél cuadro. Fui hacia él, puse mis manos sobre sus piernas, subí lentamente hacia las ingles, lamí su piel hasta las rodillas, luego hacia su cintura… le pedí que se quitara la camisa con decisión, casi mandando.. lo deseaba ya.. no quería que se rompiera esa sensación que me estaba embriagando tanto.
Sentí como si el mismísimo arcángel bajara del caballo, poderoso me tomó en sus brazos, pecho con mucho vello rizado, aroma a óleos, crementina.. pasión y gozo entre sus muslos. Al poco tiempo ya estábamos gritando de placer mutuo por el suelo, sin más ropa que la piel de nuestro cuerpo, sin más sentir que nuestro sentimiento.. Lo gocé entre en el inmenso mar de luz de aquella habitación de pintor. Lo amé sin prisas, al tiempo que la avaricia de su cuerpo pedía que durara eternamente.. A lo lejos, en el último gemido acompasado sin premeditación, sentí como si el caballo me hablara desde aquél lugar dominado por los jinetes del Apocalipsis, que me había parecido, sonreían con mucho descaro.
Buenoo.. iba a escribir sobre la playa de los muertos, pero se interpuso el Apocalipsis ;:-) besos chispita
Autor: chispita