No recuerdo bien cuando comenzó todo esto, pero yo estaba convencida que era una elegida. D. Bernardo, el párroco de la localidad, así me lo hacía creer.
Yo viví en una comunidad rural española de principios de los 70, ya sabes un grupito de casas por aquí, otro por allá. Mis padres eran caseros (cuidaban las tierras) de un terrateniente de Madrid, vivíamos en una pequeña casita cerca de la vivienda del «señorito» y un poco alejados del núcleo de la población.
Siempre fui una chica un poco retraída y ensimismada. Soñaba despierta… Desde siempre D. Bernardo comentaba a mis padres que veía en mí a una futura buena religiosa… (Y qué razón tenía) a mis padres les entusiasmaba la idea de que su única hija se convirtiera en monja, y a mi fácilmente me caló la fe…
Como dije antes vivía un poco alejada del pueblo y mis padres pasaban gran parte del día cuidando tierras y animales ajenos. Yo mientras tanto vivía para mis clases y para mi mundo de fantasía.
Pues bien, D. Bernardo solía frecuentar mi casa por las tardes, ya que le pillaba al paso cuando regresaba de un par de aldeas cercanas que estaban a su cargo «espiritual». Con el pretexto de ahondar en mi fe teníamos encuentros con frecuencia, con el consiguiente orgullo y beneplácito de mis padres y con el desconocimiento de lo que realmente pasaría…
LA LLAMADA DE LA VOCACIÓN.
La primera imagen que tengo es la de una calurosa y espesamente húmeda tarde de verano, no recuerdo si había llovido. D. Bernardo me colocó sentada encima de la mesa de madera de la cocina para hacer una prueba, la situación elevada de mi casa permitía avistar y escuchar cualquier aproximación con la suficiente antelación, aunque mis padres no volvían nunca mientras hubiera luz diurna. Yo, por supuesto, no conocía nada de sexo. Mi profesor y guía espiritual, con frecuencia me había enseñado fotos de mártires y «vírgenes en trance divino» y en esa ocasión me dijo que quería comprobar algo nuevo, comprobar si yo era una elegida y si podía llegar a sentir algo parecido a esos trances… que debíamos buscar en mi cuerpo la «puerta del espíritu».
Mis pechos despuntaban y quizás fue esto lo que le hizo dar el paso… Pues bien, yo me dejaba, y después de tocarme con maestría y detenimiento enterita de arriba abajo, pechos incluidos, con lo que me relajé bastante, fue introduciendo poco a poco y con profesionalidad sus manos por el interior de mis muslos hasta que se detuvo sobre las braguitas que cubrían mi entrepierna. Aquel día vestía una faldita amarilla por encima de mis rodillas, unas braguitas de algodón muy suaves y una camiseta fina que, por el calor y la humedad estaba, bastante pegada a mi cuerpo.
Sacó sus manos de debajo, se posicionó de pie a mi lado y lentamente metió nuevamente su mano derecha por debajo de la faldita, sin dejar de mirarme con interés a los ojos, por encima de mis braguitas comenzó a frotar su dedo corazón contra mí… Y claro…, al poco, comencé a sentir algo nuevo… un cosquilleo, una sangre que no coge en sus canales, una respiración que necesita la ayuda de boca para salir, unos ojos que quieren cerrarse… para ver la gloria…, palpitaciones en las sienes, calorcillo en el rostro, bastantes mariposas en el estómago, poco a poco, casi sin darme cuenta, dejé caer la cabeza para atrás y hacia su costado… se me cerraban los ojos y él se dio cuenta de que ya me tenía. Me recostó lentamente encima de la mesa dándome un beso en la frente… abrió más mis piernas, deslizó las braguitas a un lado y con suma suavidad puso sus expertos dedos en mi «fuente del éxtasis» como después lo bautizaría.
Sin dejar de mirarme a la cara ni un momento este hombre, con sus cincuenta años bien cumplidos, con su pelo cano un poco retirado del nacimiento de su frente, delgado, mediana estatura, respetable, poco dado a las fiestas y muy relacionado con el sacrificio y el buen hacer, dijo… «Lo sabía, lo sabía, sabía que habría una señal del Don en ti».
Me tuvo un buen rato cerca
del éxtasis, pero yo no llegué en esa ocasión a tener un verdadero orgasmo. Aclaro que no intentó penetrarme con el dedo, sólo se limitó a frotar con suavidad, jugar con sus dedos y a apretujar con su mano derecha, con la otra mano acariciaba mi frente, murmullos de rezo y ánimo para que gozara del don que había recibido. Me convenció totalmente de que era una elegida, como era un don no debíamos revelarlo y que debía tomar, de momento, de su «mano» el asunto, había que ejercitar mi «Don», que eso sólo era el principio, que había leído sobre casos similares, que luego vendría la «sangre de Cristo», había que estar preparados, sobre todo que no lo usara yo a solas porque yo no sabía lo que tenía, en este caso, entre las «piernas», que él también tenía un don que le abrió el camino a la vocación y más adelante, cuando estuviera preparada, me descubriría…
INSTRUCCIÓN.
El resto del verano, fui y participé en misa todos los domingos y él me visitó casi a diario. Una media hora por sesión y los ajenos de mis padres dejaban incluso comida para cuando él viniera. En esa época, por qué mentir, yo también esperaba su visita, ya que respetaba a «pies juntillas» la indicación de no tocarme a solas. Mientras tanto, en mis pechos crecidos generosamente, descubrió que ahí también residía algo de «don». Los amasaba, apretujaba, estiraba, masajeaba como si de un verdadero objeto sagrado se tratara, de vez en cuando me pellizcaba los pezones hasta casi hacerlos sangrar. Y un día, claro está, llegó… mi primer orgasmo…
TOCANDO EL CIELO CON LAS DOS MANOS.
Estaba, en plena clase «práctica» de religión, imagínenme con mis brazos entendidos y torso apoyados encima de la mesa «de torturas» de madera de mi cocina, boca abajo, mi espalda paralela al suelo siguiendo la línea de la mesa, mis piernas moderadamente abiertas, mi amplio pantaloncito veraniego y mis braguitas echadas a un lado, la anaranjada luz y la suave brisa de un inminente atardecer de septiembre entrado por la ventana abierta que tenía frente a mí, detrás una puerta cerrada y delante de esa puerta D. Bernardo, que lentamente murmuraba sus rezos y que con su mano derecha ya llevaba un rato frotando mi punto externo del placer. Su mano izquierda al tiempo, solía recorrer mi espalda, mi cara, mi pecho izquierdo, que era el que alcanzaba mejor desde esa posición.
De vez en cuando, su mano, iba a su entrepierna disimuladamente, yo le observaba, a reubicar algo que había allí. Mis jadeos, gemidos y espasmos se hacían cada vez más claros e intensos, estaba más cerca que nunca. Él, cuando me veía así, aceleraba el ritmo del rezo y la carencia de movimientos de su mano aumentaba considerablemente, pero esa vez algo era distinto… Yo necesitaba algo más, estaba sintiendo algo nuevo, y mi mentor se daba cuenta… Entrando por mi vientre puso su mano izquierda a relevar en su tarea a la derecha y a esta le dio una nueva…
Muy, muy lentamente y desde atrás introdujo el dedo corazón de su mano derecha, resto del puño cerrado y nudillos orientados hacia el suelo, por mi fuente del placer, buscó el punto que sabía debía buscar, y comenzó magistralmente su trabajo… ya mis piernas no podían con el peso de mi cuerpo, flaqueaban de vez en cuando… con mis manos me agarré a los bordes de la mesa y con mi cara fuertemente apoyada en la mesa, traté de compensar las carencias de mis piernas. Ojos prietos cerrados, gotitas de sudor en mis labios, saliva incontenida en mi boca que se escapaba por la comisura de mis labios, mi columna más rígida y electrificada que nunca…me dejé hacer pasivamente como siempre, aceleró un poco más su ritmo… y pasó… exploté…
Tuve mi primer orgasmo completo y de un 10 en la «escala Richter». Era lo más parecido a haber tocado el cielo con las manos. Yo me sentía confusa, aturdida y henchida de gozo espiritual por haber dado a mi instructor aquella muestra de mayor cercanía espiritual. Sin sacar sus manos de sus ubicaciones originales… me fue guiando hasta el «bendito» sofá que había allí. Me tumbé boca arriba y un poco echada hacia el lado, mis ojos seguían cerrados, él siguió lentamente moviéndose, pero reubicó sus brazos sin sacar su mano santa derecha.
Gruñí para que me dejara, pero insistió… y poco a poco volvió el placer… esa tarde tuve tres fabulosos orga
smos sin saberlo. Esta experiencia me marcó de por vida… y el pantalón de D. Bernardo quedó visiblemente marcado por esa tarde.
Autor: Leonor