La luz de media tarde se iba diluyendo poco a poco y la dama serena, una mujer madura de pelo castaño y senos robustos, se mostraba inquieta. A su lado viajaba un joven estudiante, moreno, de ojos aceitunados y mirada profunda. Ella estaba en esa frontera justa y apetecible de cualquier señora cuyo declive se entreve en las lineas rugosas de los ojos, o en el contorno del cuello, pero nunca en las maneras o en la propia sensualidad. Tenía pasión. Se sentía atraída por el muchacho, y había algo en su cuerpo que semejaba un volcán. Ardía como las muchachas jóvenes. Como tantos viajeros que se cruzan por única vez en los trenes, Esmeralda había pegado su brazo junto al de Juan, simplemente para rozarle, para sentir el roce intenso de la piel sobre la piel. El andaba algo distraído en la lectura, medio aburrido, casi impotente frente a la lentitud de un tren que seguería su inercia hasta bien llegada la mañana. Quedaba una noche que, para Esmeralda, se iba a hacer corta. Se encontraba a gusto junto a él, rozándole tibiamente, dejando que las horas pasaran, que el codo del chico, sin darse cuenta, fuera alcanzando zonas cada vez más prohibidas pero que, sin embargo, ella estaba dispuesta a entregar enteramente. Tenía un traje de chaqueta de verano corto, de suave tono pastel, muy fino al tacto y casi inexistente, probablemente impropio para una señora casada, tenía esto y tenía un cuerpo escondido que dejaba entrever sus formas deliberadamente, con cierto encanto erótico aún inadvertido por Juan. Estaba tonto, misteriosamente inapetente, mientras ella hervía y su respiración se hacía densa, profunda, expectante deseosa, hinchada, vivificante. Al caer el primer tramo de la noche, tenía las bragas húmedas. Se revolvía en el asiento restregando su sexo por movimientos imperceptibles que, sin embargo, la engrosaban el coño dilatándolo lentamente, con un ritmo tan suave como el del tren. Movía su cuerpo hacia delante y atrás con inspiración imaginativa, soñando y rozando el codo de Juan, su piel de aceitunada y su mundo semigitano. El se dió cuenta precisamente por el movimiento del brazo. Ya dejaba de ser normal aquel insistente vaivén de la piel sobre la suya. No se había dado cuenta de la forma amanzanada de las tetas de esmeralda, pero, tras el umbral del codo, el seno derecho ansiaba el roce primero, inspiraba y expiraba aire, y tenía una existencia casi independiente, probablemente envidiada por el seno izquierdo, ya deliberadamente entregado a la contemplación del paisaje. Se fijó en los ojos de ella, en una mirada cruzada sin querer, cierta sensación comunicada para decir simplemente te deseo, o ven, entrégante, dulce cachorro gitano- El lo supo, y estalló de alegría, se sintió deseado, vivo, ausente del entorno y feliz. De pronto, se dio cuenta de que el tiempo ya no importaba, que el mundo existía en dentro de una relatividad apetecible. Para ser más coloquiales, también empezó a respirar con más necesitada ansiedad. Ella lo notó, y su sexo entregó algó más de humedad. Era emocionante, porque se sentía algo dueña y quizás algo invasora, probablemente dominante, pero señora.
El brazo de Juan se empezó a mover con alguna timidez propia de la incertidumbre. No sabía realmente si ella se dejaría hacer. Rozo su codo y su brazo con ansiedad, lleno de ardor. Su vaquero empezaba a contener algo verdaderamente hermoso. Ella adelantó el codo para que el de Juan quedara en el espacio vacio, detrás, justo entre la espalda y su seno. Luego se pego un poco y Juan notó el aliento de la piel casi transparente del vestido, el calor, el gusto primero de llegar a un lugar prohibido. Ella estaba pidiendo más. Introdujo su codo y lo pegó completamente al costado hasta adueñarse de la respiración de Esmeralda. Lo acolchó y lo mimó y ella giró la cabeza para contemplar la nada que se reflejaba en el cristal. Con el movimiento de su sexo sobre el asiento y la acción de Juan se corrió. Era la primera vez en seis meses y se sentía feliz, llena y ausente del mundo, pero quería más. Llegó la medianoche y la luz del vagón se apagó para que los viajeros pudieran dormir. Todo apuntaba a la perfección. Juan estan despierto, con la erección a medio camino, inquieto, deseoso de que no pasaara el tiempo, pero muy cómodo, casi al borde de sentirse ca
nsado y dormirse. No le dejó. Se fue al baño y ya dentro, se recompuso los senos con las manos, dándoles realce, sintiéndose satisfecha. Luego se enfrentó a su mirada magnética sobre el espejo, llena de necesidad, de prudente gana de agotarlo todo. Se quitó las bragas y las palpó con las manos. Luego las olió y sintió que en aquel perfume estaba su primera juventud. Guardó las bragas en el bolso y se dirigió de nuevo al asiento. Ya en él, se sentó. Su sexo olía y Juan era el primer receptor de aquel olor intenso de la una de la madrugada. No tenía que preguntar a nadie qué era, pero ella, consciente de la complicidad de la obscuridad y de la docilidad de Juan, tomó su mano, la acarició suavemente hasta que cogió confianza y luego la llevó sobre su rodilla. Juan ya estaba entregado, con su polla dura pegada al pantalón y el calzoncillo húmedo. Se dejó llevar hasta un momento justo en que él era el verdadero señor. Su mano se deslizó por el muslo derecho con la seguridad de que aquellas piernas abiertas franqueaban el sexo de esmeralda, un sexo castaño claro, de labios muy gruesos que tenían una historia de pasión dentro. Llegó con sus dedos y rozó los primeros vellos desordenados, deliberó la continuidad y los volvió dejando que las yemas tocaran cierta miel húmeda que crecía. Ella apoyó la espalda en la ventana, pero acercó su bajocientre a Juan y luego cerró los ojos. Los vecinos probablemente distinguïan su respiración pero, la elegancia no tenía trote en aquel momento, y ella supo dejar de ser una señora. Se corrió intensamente, y en silencio-
Juan volvió a su asiento triste, inquieto y no satisfecho. Pero ella era agradecida y se sabía en deuda. Le besó dulcemente la mejilla mientras desabrochaba sus pantalones vaqueros con la mano izquierda. Sus lenguas se enredaron, pero Juan desistía. Estaba cansado. Ella le susurró algo al oído y luego sacó su polla. Era mediana pero gruesa, con bello espeso y una vena inflamada. Descendió con sus labios y devoró el sexo de Juan hundiendo la lengua, ensalivándole el pene, disfrutando de aquella fruta prohibida mientras él recostaba la cabeza hacia atrás y empinaba el culo para penetrar más boca. Le lamió y le relamíó agitándole casi como si fuera un bebe, mientras él soportaba un estruendoso grito que no salía de la garganta, se la chupó intensamente hasta que no pudo más y toda su leche blanca se derramó dentro de ella. La saboreó y la tragó y luego le dio un beso de buenas noches.
El amanecer descubrió sus rostros risueños junto a la costa de Alicante, y para cuando los viajeros abandonaban el tren, nadie posía sospechar que los labios inferiores de aquella dama tenían otra historia que contar. ¿ Qué habría pasado en los demás asientos?. Tú, lector vago, que quieres que todo te lo den hecho… ¿ Por qué no inventas algo?.
Datos del autor/a:
Nombre: Guillermo
E-mail: damaeterna (arroba) terra.es