El temporal de lluvia y viento duró dos días y tres noches y fue el más grande de todos los que se recordaba en la isla. Todas las plantaciones quedaron absolutamente destrozadas y los campos inundados. No quedó en pié ninguna edificación que no estuviese solidamente construida en obra o piedra. Además, numerosos esclavos, murieron arrastrados por las aguas al no poderse refugiar en las mansiones de sus dueños y otros quedaron malheridos o inútiles para el trabajo
Diego Martines, fue el primero en aparecer por la puerta de su casa apenas amainó el temporal. Llamó a su capataz, mandó ensillar dos caballos y juntos fueron a revisar los daños. Una media sonrisa marcaba permanentemente sus finos labios. Reconocido el terreno y empezó a impartir sus órdenes.
-Cristóbal, ocúpate de todo. Yo debo marchar a la ciudad a realizar unas gestiones. Si te necesito, te mandaré llamar. Durante el día saca a los negros de la casa y los almacenes, pero que por la noche duerman a cubierto hasta que los terrenos se sequen, no quiero que cojan enfermedades. Y cuando sea posible que empiecen a limpiar los campos.
– Ah! Y manda que preparen mi carruaje mientras me visto- añadió
Al mediodía, Diego Martines hacía su entrada en el club de hacendados de la capital, impecablemente vestido con un traje de lino blanco.
El ambiente en la capital era de caos absoluto. Todo estaba paralizado y todo el mundo hablaba de lo mismo. En corrillos, en los locales de negocio,… en todas partes. La persona más solicitada de todas era Don Fernando Robledo, gerente del Banco de Crédito Colonial. La destrucción precisaba reconstrucción y la reconstrucción dinero. Dinero para replantar, para sustituir los esclavos muertos o inválidos, para comprar semillas y para resistir un año entero sin ingresos. Y este dinero debía proporcionarlo Don Fernando, o mejor dicho, la entidad que regentaba. Don Fernando recibía uno tras otro a los cultivadores que solicitaban entrevistarse y le urgían con sus demandas. Él a todos tranquilizaba: El valor de sus plantaciones, valiosísimas debido a la calidad única del cultivo que en ellas se producía, garantizaría cualquier demanda de crédito que efectuasen.
Diego Martines, se instaló cómodamente en una de las habitaciones que el club de hacendados ponía a disposición de sus socios y se dispuso a esperar. Cuando al tercer día las demandas sobre Fernando Robledo menguaron, le mandó recado, invitándole a tomar café en el club. Sabía que aquel no desecharía una invitación para pisar los mármoles del club más exclusivo de la capital, donde solo los hacendados tenían libre entrada.
-Como les decía a sus consocios -decía D. Fernando mientras saboreaba el coñac importado- no debe Usted preocuparse Don Diego. Recibirá el crédito que necesite, en el supuesto que ello sea necesario, pues Usted y yo sabemos -bajando la voz- que posee en nuestra entidad unos depósitos nada despreciables.
Diego Martines de Larrehonda, le miró firmemente con la intensa fuerza de sus ojos oscuros, dio una chupada a su cigarro y habló por primera vez:
– Don Fernando, se halla Usted ante la oportunidad de su vida. Pero esto no puede hablarse aquí. Mañana le espero a mediodía en mi finca y le haré una proposición que lo hará rico. Espero que no tenga que arrepentirse de una mala decisión – Y poniéndose en pié dejo al gerente con la palabra en la boca y salió de la estancia. Por la noche dormía en su casa.
A la mañana siguiente, se levantó temprano revisó los terrenos que empezaban a tener zonas secas donde instalar de nuevo las cabañas de los esclavos y se dispuso a esperar la llegada de su invitado.
Fernando Robledo era un hombre bajito y regordete que llegó puntualmente completamente sudoroso por el intenso calor del mediodía.
-Bien, bien, Don Diego, ha conseguido Usted intrigarme, no le quepa duda. Pero ya le dije que no era necesario, que si desea Usted un crédito no…
La voz grave de Diego Martines, interrumpió la perorata que sin duda iba a salir de la boca del hombre –
Tranquilo, tranquilo, todo a su tiempo. Primero un baño, luego la comida y después hablaremos. Pero antes quiero enseñarle algo. Sígame por favor.
El hacendado le dirigió al palmeral situado a un lado de la casa y se lo hizo atravesar por un angosto camino que lo partía en dos. Al final del mismo, el capataz y varios esclavos mostraron al estupefacto gerente unos almacenes disimulados tras los árboles donde Diego Martines, había acumulado año tras año un diez por ciento de su cosecha en espera de que se produjese la catástrofe y la consecuente escasez que ella produciría.
– ¡Dios mío Don Diego! ¡Es Usted inmensamente rico! Toda esta producción almacenada vale hoy su peso en oro. Nadie más dispone de género para vender. Su precio se multiplicará en el mercado por veinte o treinta, quizás hasta cincuenta en algunos mercados.
– Sin decir palabra, pero esbozando la sonrisa que no había abandonado su boca desde que terminó la tempestad, Diego Martines, condujo de regreso a su huésped esta vez en dirección a los baños.
Fernando Robledo, iba de estupor en estupor. Al entrar en la sala de baños, Lía y Kalí, completamente desnudas, esperaban a ambos lados de la pileta de agua templada.
Ambas muchachas se aprestaron a desnudar a sus amos con auténtica devoción, advertidas como estaban por Don Diego, que deberían de proporcionar el máximo placer a su invitado, accediendo inmediatamente a todas sus demandas bajo pena de severos castigos.
Fernando Robledo, inició unas tímidas protestas, pero inmediatamente se dejó llevar por la experta Lía, que le libró de su última prenda no sin antes acariciar sensualmente la entrepierna del banquero. Ambos se sumergieron en el agua mientras las muchachas se aprestaban a acariciar sus cuerpos con manos y esponjas. Diego Martines no dejaba de vigilar atentamente el comportamiento de Lía, cual además de las manos utilizaba sus abundantes pechos para masajear el torso del extasiado visitante.
Acabado el ritual del baño, las esclavas cubrieron a sus amos con ligeras batas de fino algodón y se arrodillaron al lado de unas hamacas de bambú recubiertas por colchones de plumas donde se tendieron ambos hombres. Fernando Robledo, lucía una extraordinaria erección en el corto pero grueso pene que aparecía bajo su panza.
-Y ahora es preciso relajarse un poco Don Fernando, después hablaremos, durante la comida. Y a una orden de Don Diego, ambas muchachas abrieron las batas de los amos dispuestas a proporcionarles placer, primero con las suaves manos untadas en aceite, después con los pechos e inmediatamente las lenguas y las bocas de carnosos labios las sustituyeron en las sabias caricias.
Fernando Robledo, temblaba de placer mientras sus ojos extasiados pasaban del generoso culo de la esclava arrodillada ante él a la fina caña de bambú apoyada en la hamaca. Diego, dándose cuenta de la dirección de su mirada, tomó a su vez la que reposaba a su lado y lanzó un cruel latigazo que cruzó las nalgas de la mulata que le daba placer. Esta, retorció su cuerpo por el dolor sin dejar de chupar con fruición el miembro de su amo.
– Es para estimularlas si no ponen suficiente empeño -le dijo a su invitado- no dude en utilizarla -y dicho esto volvió a cruzar con la caña el culo y los muslos de la muchacha, la cual redobló más si cabe su movimiento de succión.
Fernando Robledo, no esperaba otra cosa. Agarró la caña con su mano derecha y empezó a azotar sin pausa el culo de Lía que se estremecía con cada golpe sin abandonar tampoco el miembro del invitado de su amo. Este disparaba una y otra vez la caña contra los muslos de la esclava, donde había notado una respuesta más acusada por ser el dolor más intenso. La muchacha redoblaba los esfuerzos con su boca, labios y lengua mientras a su vez levantaba el culo y separaba las piernas, ofreciéndolas al castigo, tal como se le había sido indicado que debía proceder. Por fin, después de un azote especialmente fuerte que Fernando Robledo dirigió a la entrepierna y coincidiendo con el espasmo de dolor que la hizo saltar sobre sus rodillas, el banquero obtuvo un espléndido orgasmo que le dejó extasiado en la hamaca, con la caña en el suelo, rota por el intenso uso. La esclava, que seguía arrodillada, con los ojos llenos de lágrimas, limpiaba con su lengua el pene ya flácido de su torturador.
Autor: OT