Don Diego Martínez de Larrehonda aminoró la marcha de su corcel a la vez que dirigía su vista a los cultivos que se extendían a ambos lados del camino. Grupos de esclavos negros de ambos sexos, deambulaban entre los campos de un verde intensísimo que se extendía a ambos lados del camino hasta donde podía abarcar la vista. ¡Que desperdicio de finca! pensó. La mayor y más extensa plantación de la colonia, la que poseía mejores y más fértiles tierras, una verdadera mina de oro, si estuviese regentada por manos expertas, presentaba un aspecto decadente e infracultivado debido a la dejadez con la que la dirigía aquel viejo idiota. Enfrascado en estos pensamientos, dobló el último recodo del sendero, atravesó el palmeral y una enorme mansión blanca con un porche que abarcaba toda la fachada principal apareció ante su vista. Era la residencia de Don Juan de Villaescusa, el último descendiente de una noble familia venida a menos, con el que venía a entrevistarse para intentar convencerle por enésima vez que le cediese en arriendo las tierras del sur, que colindaban con su propia explotación.
Descendió del caballo y al ir a cruzar el amplio porche la puerta se abrió y una joven mulata, vestida toda ella de blanco, que le llegaba a los tobillos, quedó frente a él. La muchacha se paralizó al instante y sus ojos expresaron inmediatamente el sentimiento mezcla de miedo e inquietud que siempre le producía Don Diego.
– Esclava, avisa a tu amo que he venido a verle –Espetó con dureza Diego Martínez mientras recorría con la mirada las esbeltas, pero a la vez opulentas formas de la mulata.
Aliana poseía un cuerpo verdaderamente espectacular que el sencillo vestido blanco no hacía más que resaltar. Pechos llenos y firmes, estrechísima cintura y unas caderas que se expandían para enmarcar por detrás un culo como solo una mulata puede tenerlo. El resto del cuerpo estaba en perfecta consonancia con todo lo demás sin que se pudiese hallar en él el más ligero defecto. Piernas largas, firmes y esbeltas de gacela africana, espalda recta cuello largo y una mirada altiva, de ojos negros y profundos, que denotaba sangre noble en sus genes. Una belleza color canela digna de un emperador.
-Está dentro, le avisaré que ha llegado- respondió la esclava mientras se daba la vuelta. Diego Martínez, no le dio tiempo a marcharse. Agarrándola por el brazo que el vestido sin mangas dejaba al descubierto, la atrajo hacia sí hundiendo en ella una mirada llena de deseo que la muchacha no dejaba nunca de percibir.
– ¿No te han enseñado a responder correctamente esclava? ¿O acaso no sabes que debes llamarme amo? – Diego Martínez cerró con fuerza sus fuertes dedos en el brazo de la mulata atrayéndola hacia si, mientras sumergía su mirada en el escote que dejaba entrever el comienzo de unos pechos altos y firmes.
– Un día serás mía, y te enseñaré como debes comportarte ante mí. Aprenderás a satisfacerme y… –El hacendado no pudo terminar la frase, interrumpido por la voz temblorosa de Juan de Villanueva – ¡Suéltela Don Diego! ¡Ya le he dicho muchas veces que deje en paz a Aliana! Y ahora dígame, ¿Que le trae otra vez por aquí?
La muchacha aprovechó la aparición de D. Juan para soltarse de la mano que la retenía y desapareció corriendo hacia el interior de la casa sin pedir siquiera permiso para retirarse, como debía de hacer, no ya una esclava sino cualquier empleado de la finca. Este comportamiento, imperdonable y sujeto en cualquier otra esclava a un severo castigo, no era extraño en Aliena y tenía su explicación. La mulata, nació en la plantación casi al mismo tiempo que Julia, hija única y tardía de Don Juan. Las niñas habían pasado de inseparables compañeras de juego en la infancia a amigas íntimas en la adolescencia, cuando Julia murió a causa de unas fiebres tropicales. Al año escaso de su muerte, le siguió Doña Leocadia, su madre, que jamás logró rehacerse de la pérdida. Desde este instante se obró en Don Juan un fenómeno paralelo. Por una parte desatendió completamente sus obligaciones al frente de la plantaci
ón, dejándolo en manos de administradores perezosos y corruptos, lo que explicaba la decadencia de los cultivos y de la mansión misma. Por otra parte, vertió en Aliena todo el amor que tenía por su hija, convirtiéndola, a pesar de su estatus de esclava, en una especie de hija que disponía a su antojo dentro de los límites de la plantación. Don Diego, humillado por esta interrupción dirigió al anciano una mirada cargada de odio y sin dignarse a responder a la pregunta, descendió con pasos ágiles las escaleras del porche, montó y espoleó a su caballo y salió al galope.
El caballo llegó casi reventado a la pequeña hacienda que Don Diego poseía en el lado sur de la colonia. Lo dejó en manos de un esclavo y se dirigió con pasos presurosos al interior de la casa. Al abrir de golpe la puerta de su estudio, su cuerpo sudoroso topó con el de Lía, una de las esclavas domésticas que acababa de limpiar la estancia. La rabia que había acumulado en el regreso, fue a descargarse de golpe en la pobre muchacha que ya poseía muchos dolorosos recuerdos de aquella mirada fulgurante en los oscuros ojos de su dueño.
– ¡No sabes mirar por donde vas estúpida! –Le espetó- Inclínate inmediatamente sobre el escritorio. La atemorizada esclava, no intentó ni por un momento la más leve protesta. Sabía por experiencia que cualquier súplica solo lograría empeorar su situación. Con los ojos llorosos fijos en la fusta que su amo aún llevaba en la mano, sin esperar ninguna otra orden, deslizó sobre sus hombros los tirantes del liviano vestido y con unos suaves contoneos de cadera lo hizo deslizar hasta sus pies. En estas ocasiones, la duración del castigo dependía de lo rápido que fuese capaz de excitar la libido de su amo. Cuando esto se produjese, la fusta sería sustituida por el miembro de Don Diego que penetraría alguna de las cavidades de su cuerpo y con su satisfacción llegaría la calma. Completamente desnuda ante su amo al desprenderse de la única penda que este le permitía, se dio la vuelta haciendo ondular su culo, y procurando que sus movimientos resultasen excitantes, pero no excesivamente evidentes, apoyó la cintura en el borde de la mesa estudio, inclinó el torso y extendió las manos con las que se agarró con fuerza al borde más alejado. Al mismo tiempo, separó las piernas, dobló ligeramente las rodillas y levantó todo lo que pudo el trasero, esperando en esta posición a que llegaran los inevitables azotes.
El espectáculo que se ofreció a la vista del hacendado cumplió al instante las expectativas de la esclava. Un musculoso culo negro y redondo se retorcía suavemente al tiempo que unos apagados sollozos anticipaban, en sumisa espera, el castigo que él quisiera infringirle con razón o sin ella. Por encima de las amplias caderas, la estrecha cintura se abría en la espalda hacia el cuello y seguía con las axilas brillantes de sudor y los brazos extendidos en uve, mientras que los grandes pechos de la negra afloraban a los lados del torso apretado contra la superficie de la madera de la mesa. Por debajo del espléndido culo, unos fuertes muslos enmarcaban en obscena postura el sexo de la esclava, completamente rasurado y expuesto.
Don Diego, sintió inmediatamente como su erección luchaba con la estrechez de sus pantalones de montar y a punto estuvo de dejar la fusta a un lado y penetrar sin más preámbulo aquel cuerpo que tan sumisamente se le ofrecía. Sin embargo, adivinado la estrategia de la esclava, que seguía ondulando las caderas, y pese a las urgencias que empezaban a nublar su mente, no quiso dejar sin castigo la supuesta conducta negligente. Empuñó con fuerza la fusta y cruzó con dos fuertes latigazos el glorioso culo que se mantuvo en la misma posición a pesar del dolor producido. Cuando iba a armar el brazo para el tercer azote, los gritos contenidos de la esclava y la oscilación, incontrolada ahora, de sus nalgas fueron más poderosos. Soltó la fusta, se desabrochó los pantalones e introdujo su erecto miembro en la cavidad expuesta que encontró húmeda y caliente, iniciando unos fuertes movimientos de penetración. Los ojos del hacendado fijos hasta entonces en la espalda de la esclava se levantaron de pronto, como impelidos por un extraño impulso, dirigiéndolos al ventanal por el que se podía contemplar el horizonte, y entonces lo vio. Una línea roja y gris, perfectamente marcada, se dibujaba en el cielo.- ¡Por fin! – gritó Don Diego contemplando la línea que formaban las estrechas nubes.
-¡Ha llegado mi hora! -y acto seguido, uno de los orgasmos más violentos de su vida explotó en su miembro dentro del vientre de la esclava que movía las caderas de atrás hacia adelante para procurar a su amo el máximo placer que su cuerpo pudiese entregarle.
Continuará (si es de vuestro gusto, claro)
Autor: OT otelbruixot (arroba) yahoo.es