Disfruta aqui de la parte 13 de «Los Encantos de Papi»
“Son… una, dos, tres noches”, dijo Anne, al contar con sus dedos. Tomó tres panties, lo más transparentes posible, y se las dio a su esposo. “Ten, cuídame estas”, dijo al decidir y continuar caminando a donde estaban los negligés en exhibición.
“Mm”, expresó Anne, al ver las prendas disponibles. “Creo que me llevaré el doble. No sabes querido como me hace chorrear este viejo de tu suegro. He tenido que dejar calzones en algunos lugares, empapados y rotos.”
“¿Cuál crees que le guste más a papi?”, preguntó, haciendo que la erección de su esposo casi se saliera del pantalón. Raúl, con la respiración algo agitada, la miraba con ojos de lujuria sin decir nada.
“Mínimo me llevaré uno para cada noche, ¿cómo ves? Has de saber que al loco de papi le encanta arrancármelos y los rompe, por eso me llevaré varios, por si tenías la duda, querido”, abundó Anne.
Raúl estaba nublado por el deseo.
“Vamos al probador. ¡Necesito meterte la verga ahorita mismo!”, dijo él.
Anne le sonrió y lo besó brevemente en la boca.
“Mejor vámonos. Ven y paga todo”, dijo ella. Raúl casi bramaba de calentura.
“Vamos a la casa, entonces”, propuso Raúl.
“¡Noooo!”, contestó Anne. “Necesito que llegues a una farmacia”, dijo.
En la farmacia, Anne caminó hacia el mostrador de medicinas. “¿Y ahora que necesitas?”, preguntó Raúl.
“Yo nada. Es para papi”, contestó, al acercarse y pedir Cialis.
“Paga querido. Ya nos podemos ir a casa”, dijo Anne.
“Me encanta que pagues con tu dinero todo lo necesario para que otro hombre me disfrute”, dijo ya en el auto, al sacarle el pene a su esposo en el auto y comenzar a mamárselo mientras manejaba, sin importarle que otros se dieran cuenta.
Cuando devoró su semen, lo limpió con un pañuelo desechable. “Ahora si vete a la oficina, amorcito”, le dijo al llegar a casa. “Ve por los niños. Iré a casa de papi a ver que todo esté en orden. Esto es un secreto sagrado, ¿me entiendes? ¡Nada de represalias ni ideas hacia papi!”, dijo al bajarse del auto con las bolsas en la mano.
Raúl permaneció un momento observándola y deseándola como nunca, hasta que le tiró un beso y cerró la puerta.
El miércoles conforme estaba planeado, Raúl condujo a su esposa y a su suegro al aeropuerto. Anne se asombró de la manera en que Raúl trató a papi. Era la primera vez que lo veía después de enterarse de todo. Y mañana es jueves, pensaba, que rico se la van a pasar estos cabrones, sintiendo su ya habitual erección al manejar hacia su oficina.
Sonó el teléfono en el auto. Era una llamada internacional sin identificar.
“¡Hola cuñada!”, dijo Raúl, saludando a Estela.
Tras el obligado protocolo y buenos deseos, Raúl quedó en silencio escuchándola, hasta que abiertamente le dijo de sus sospechas. Estela, una mujer que siempre decía lo que pensaba, no tenía la menor reserva en herir susceptibilidades con tal de probar su punto.
Raúl tuvo que pensar rápidamente en alguna respuesta adecuada. Si le hacía saber o sentir que tenía razón, a sabiendas que sí, le daría más armas para destruir su matrimonio.
“¡Estás loca cuñada!, ¿Cómo se te ocurre tal cosa?”, dijo Raúl tras el prolongado período de escuchar a Estela, notablemente molesta por haberle truncado don Tomás su viaje de visita a México, evidenciando que estaba dispuesta a lo que fuera con tal de acabar con el supuesto romance de su padre y su hermana mayor. Su furia se acrecentó desde el momento que supo que Anne lo acompañaría. Su treta de caerles de sorpresa y echarles a perder la fiesta se había caído. Su intención era mantenerlos fuera de balance.
“¡Ay cuñado!, ¿Qué no te das cuenta? ¡Esto no puede seguir así! Están acabando con todo, Raúl… mi familia, tu familia…. ¡todo! ¡Te exijo que pongas fin a este pecadazo!, demandó.
Raúl acariciaba su erección.
“Si la cosa está tan arraigada como tú dices, lo único que puedo hacer es…. divorciarme, ¿no crees?”, dijo Raúl, sacándose el pene mientras conducía.
“¡Es que no puedo creer que no se te ocurra otra alternativa!”, replicó Estela.
“¿Qué otra cosa se te ocurre, si según tú, mi esposa me está poniendo los cuernos con su propio padre, mi propio suegro?”, preguntó Raúl.
“No sé. Seguramente hay grupos de ayuda, las iglesias, psicólogos… ese es problema de ustedes”, contestó Estela, retrayéndose de alguna propuesta en concreto. “Es por eso que quiero ir para allá. El elemento sorpresa siempre funciona”, continuó. “Estoy segurísima que están cometiendo incesto. Ya se lo dije a ella, Raúl. Es un problema hasta legal. Pueden ir a la cárcel”.
Raúl no podía negar que los señalamientos de su intrusa cuñada lo encendían.
“¿Sabes que está embarazada tu hermana mayor?” preguntó Raúl, echándole más leña al fuego.
“¡Noooo!… ¿Cuánto tiene, cuñado?”, preguntó Estela. “¡Tanto que me choteaba, jejeje, y ya es cuarentona, o casi!”, dijo en tono sarcástico.
“¿Cuánto tiene?”, insistió Estela.
“Dos meses pasaditos”, contestó Raúl.
“Es de papi, cuñado. Estoy segura”, dijo sin vacilar.
Escuchó un rato más los argumentos de Estela, ya en el estacionamiento de su oficina, reiterándole que acudiría pronto a ver que podía hacer.
“Bueno cuñadita, tu desenmascáralos si estás tan segura. Me harás un favor. Te paso los datos de su viaje y tú decides lo que haces, ¿te parece?”. Raúl estaba ardiendo de deseo al colgar. Necesitaba jalársela… ¡ya!, pero le esperaban un sinfín de pendientes y juntas.
Anne y Tomás estarían recién llegados a Toronto según sus cálculos, siendo las ya de noche. Enviarle el itinerario a Estela, como lo sugirió, sería la peor ocurrencia. Sabía que tomaría el próximo vuelo a cazarlos, máxime sabiendo que su esposo era parte de la conspiración, como se lo había hecho saber en la conversación telefónica de esa mañana. El, que era el principal afectado, podría sobrellevarlo.
“Hubieras escogido una isla tropical, viejo sonso”, dijo Anne a Tomás mientras esperaban su taxi en el andén de arribos del aeropuerto Pearson de Toronto, sufriendo el helado y ventoso clima imperante aquella noche de marzo. “¿Te tomaste la pastilla, Tomás?”, preguntó Anne. “En cuanto nos bajamos del avión, en el primer bebedero”, contestó. Llegó su taxi y lo abordaron. Mientras el conductor subía las maletas, se rejuntaron lo más posible.
“Va a oler novio… va a oler”, murmuró Anne, ya en el trayecto. “Ya me da el olor”, insistió, tras las febriles caricias en su babeante vulva de los dedos de Tomás, mientras el simulaba ver la ciudad, cubiertos por sus gruesos abrigos, en el asiento trasero del taxi. Tomás se detuvo al escuchar el líquido sonido de sus labios vaginales, y coincidir con una mirada del conductor por el espejo. Se limpió los dedos en el abrigo de Anne, ante su mirada reprobatoria. El conductor volteó de nuevo y los vio trenzados en un ardiente beso.
Llegaron a la recepción del lujoso Shangri-la, abrazados, sin reservas y sin intrusos, comportándose como pareja de esposos o amantes, besándose en la boca en la semi-desierta recepción, sintiendo libertad plena sin la castrante compañía de su hermana y su cuñado. La suite en el piso 36 había sido reservada para ellos, tras la investigación hecha por Anne sobre hoteles de lujo en la bella y fría ciudad. Quizá nadie se imaginaría que eran padre e hija.
Bastante intrigante…