Vivía yo con mi madrastra y dos hermanos mayores. Mi madre había muerto apenas pocos años luego que yo naciera y mi padre cuatro después de casarse con su segunda mujer, mi madrastra.
Como nos habíamos mudado de ciudad para estar más cerca de la familia de mi madrastra, perdí contacto con casi todos los demás familiares, excepto con un tío hermano de mi padre, que ocasionalmente, por asuntos de negocios (como él decía) nos iba a visitar.
Durante los primeros tiempos luego de la mudanza íbamos casi siempre de visita a casa de la mamá de mi madrastra (¿mi abuelastra?), pero ya pasados un par de años, al ir yo creciendo, me daba más por quedarme en casa cuando mi madrastra hacía aquellas visitas.
Y si lo hacía, no era tanto por no querer estar ahí (como era el caso de mis hermanos, que siendo ya mayores se escabullían de aquellas obligaciones familiares con cualquier excusa) sino porque, desde mucho tiempo antes pero sobre todo por aquellas épocas, entre mis diecisiete y dieciocho años, a mí me encantaba quedarme a solas para poder probarme a escondidas ropita de mujer, casi toda de mi madrastra, aunque también alguna que otra cosa que había de algún modo sobrevivido desde mi madre o también de alguna prima a quien se la tomaba «prestada».
La verdad es que me encantaba probarme toda esa ropa preciosa y sentirme mujercita aunque fuese sólo un rato y a solas. Más que cualquier otra cosa me fascinaba ponerme brasier, y aunque no tenía mucho con que rellenarlos igual improvisaba con cualquier cosa (como unos calcetines) y así me estaba vestidita un buen rato. Me gustaban mucho también las minifaldas, de las que mi nueva madre tenía abundancia, y teniendo más o menos las mismas dimensiones ella y yo, tal cosa me venía de superlujo.
Un día, sin embargo, quizá porque ya se me iba haciendo costumbre y había bajado un tanto las precauciones, mi madrastra me pilló con todo un atuendo suyo mirándome en el espejo. Ni qué decir tiene que la pasé muy mal, y no sólo por la enorme vergüenza que aquello me produjo sino porque además mi nueva madre me dio una buena tunda, me hizo quitarme a tirones aquella ropa y me metió a la regadera para limpiarme de todo el maquillaje que tenía yo en la cara.
Mucho tiempo pasó entonces sin atreverme a travestirme de nuevo, pues la supervisión de mamá (como me había acostumbrado a llamarla) se había tornado algo estricta y era casi imposible quedarme en casa a solas.
No obstante, ya transcurrido lo peor del episodio, y habiendo quizá mamá considerado que ya se me había pasado la loquera con aquella reprimenda y no lo volvería a hacer, su vigilancia se tornó más suave.
Y en efecto, incluso con mi libertad recuperada yo aún dudé mucho en hacerlo de nuevo, más no pude soportarlo: la pulsión era más fuerte que yo.
Así, pues, un nuevo intento de hacerlo estuvo a punto de ser también el último. Sabrá si mamá habría estado siempre al acecho, pero el punto es que, justo cuando estaba yo de nuevo con mis braguitas y minifalda, ella volvió a pescarme con las manos en la masa, aunque esta vez el castigo fue diferente.
En primer lugar, me hizo que me quedara así vestida hasta que mis hermanos llegaran, y cuando estos lo hicieron les dijo lo que había estado haciendo. Ellos, entre divertidos y algo incómodos, me hicieron mucha burla y hasta sugirieron que me presentase así con la abuela (la madre de mi madrastra) en su próxima fiesta de cumpleaños.
Y así se hizo. Para enseñarme de una vez por todas una buena lección sobre cómo debía comportarme y «aprender a ser hombre», la semana siguiente mamá hizo que me pusiera el mismo exacto atuendo que llevaba cuando me halló la segunda vez: una minifalda de mezclilla, blusita rosa de tirantes y zapatitos de tacón grueso. Tal y como les había indicado mi madre, todos allá me trataron de mujer, me llamaron Daniela
en vez de Daniel, y por si fuera poco (y para que viera lo que en realidad significaba ser mujercita) me mandaron lavar todos los trastes ensuciados en aquella fiesta y limpiar además la sala y comedor cuando todos, tíos y primos, se fueron.
Mamá entonces me advirtió que no lo volviera hacer o ya vería; más yo, aunque le dije que en efecto nunca jamás volvería a hacerlo, eso era algo que yo sabía que no podía cumplir.
Y no pude.
Transcurridas apenas algunas semanas, un día en que pensé (e incluso me aseguré muy bien) que no iba a haber nadie en casa por varias horas, con todas las reprimidas ganas de todo ese tiempo sin haberme podido poner ni una tanguita siquiera, subí apresuradamente y ansiosa las escaleras y saqué algo de ropa de mamá.
Estaba muy emocionada, ávida de aquella ropita. De inmediato me desnudé y puse unas braguitas de rojo intenso, el brasier que le hacía juego, y una microfaldita con olanes que mamá hacía mucho tiempo comprara aunque (por obvias razones) jamás se había puesto para salir.
Pero entonces, y tal como la vez pasada, apenas me había yo puesto una blusita muy justa y zapatitos abiertos de tacón, escuché a mamá preguntándome que qué creía que estaba haciendo. Yo ya no tenía nada que responderle, y no lo hice, por lo que ella tampoco dijo nada y se salió de la habitación.
Y hasta ahí pareció llegar el asunto. Los siguientes días mamá y apenas me habló, pero nada de castigo.
El fin de semana siguiente, sin embargo, no mucho después de levantarme, mamá fue a mi cuarto y, arrojándome aquella misma ropa que me pusiera la última vez, me dijo que me bañara y me la pusiera.
Yo quedé tan sorprendida que hice tal y como ella me ordenó. Cuando me presenté luego ante ella, me dijo que me maquillara igual que hacía cuando ella no me veía, y al ver que me quedaba parada, me dijo todavía «Y no me vayas a decir que no es cierto porque sé muy bien que lo haces.» Y era cierto, claro.
Acabando de maquillarme fui una vez más ante ella y me dijo que fuera a cocinar la comida, pues esa tarde vendrían todos a comer, incluyendo a mi tío aquel, hermano de mi padre.
Yo estaba muy turbada claro, pero habida cuenta de que no era la primera vez y que después de todo ni siquiera la última ocasión había pasado de algunas risas y burlas, intenté tranquilizarme.
Aunque, claro, en cuanto todos fueron apareciendo mi confianza nuevamente se esfumó, y de hecho se fue por completo al suelo cuando mi tío Jorge llegó y me vio con aquel atuendo.
Tal y como la vez pasada, mamá prácticamente me tuvo de sirvienta atendiendo a todos, y cuando ya terminaron todos de comer me permitió hacerlo a mí, y luego me mandó a la cocina a lavar trastos.
Al menos, pensé entonces, ya había pasado lo peor. El nuevo castigo había consistido en obligarme a usar una minifaldita que no alcanzaba ni a taparme bien las nalgas, por lo que quedaban también al descubierto mis bragas, y frente a mi tío.
Al poco rato, no obstante, mientras seguía yo limpiando platos, mi tío entró a la cocina y, agarrándome totalmente por sorpresa, me dio una nalgada. «¿Así que eres mariquita, eh?», me preguntó, quedándose detrás de mí. Yo no pude responderle nada, y sólo le contesté con una avergonzada media sonrisa. «Pues mira que se te ve muy bien esa faldita», dijo a continuación, y lo sentí aún más cerca de mí. «¿Y los calzoncitos son tuyos o también de tu mamá?» «P-pues… de ella», alcancé a decir sin voltear a verlo.
Él entonces, de improviso, volvió a darme una nalgada, más esta vez ya no retiró su mano de mi trasero. «Mmh, y tienes lindos cachetes también… suavecitos. ¿Y qué tal la rajita?», preguntó, al tiempo que rozaba mi hoyo por encima de la tela de las bragas. Yo ahora sí me quedé como de piedra, y ni dije nada ni me moví. «¿Me dejas echarle un vistazo?», dijo a continuación, y en efecto me bajó poco a poco las bragas, hasta que dejó bien al descubierto la entrada de mi ano.
Empezó luego a masajear suavemente mi esfínter con la punta de sus dedos. «Mmh, muy bien, pero está un poquito seco, ¿no crees?, déjame humedecerlo un poco.&
quot; Se llenó dos dedos de saliva y, sin darme tiempo de nada, de inmediato comenzó a dedearme. Al sentir entrar la punta de sus dedos en mi interior no pude evitar gemir un poco. «¿Te gusta, eh?» «N-no… no sé, yo, yo…» «¿Quieres que lo averigüemos?», preguntó arrimándoseme de plano, pero no aguardó a que le respondiera nada, sino que pude sentir de pronto su verga bien erecta pegada a mis nalgas desnudas.
Yo estaba muy asustada, pues de un momento a otro cualquiera podría entrar, más no me atrevía a decir nada ni a moverme. De pronto, pude sentir claramente la gruesa y caliente cabeza intentando abrirse paso por mi agujero. «N-no, tío, yo no…» «¿No?, ¿pero no me dijiste que eras mariconcito?» «No, no, es que yo nunca…» «¿Nunca te la han metido?» «No… nunca.» «¿Pero entonces cómo sabes que eres mariquita?» «No sé, yo no…» «Pues vamos a investigarlo, ¿no?» «Pero… ¿y si alguien entra o…?» «Nadie nos oye no te apures, anda, abre más las piernitas o no te va a entrar.» Obediente hice lo que me pedía.
Y después, apenas me había yo medio acomodado, me dejó entrar aquella gruesa verga suya. «¡Aah…!», gemí, aunque haciendo lo imposible por contener mi grito. «¿Dolió?» «Sí, sí… mucho.» «No te apures, eso dicen todas, al rato no vas a querer que te la saque.» Dio otro fuerte empujón y el dolor fue tan intenso que tuve casi que morderme la mano para no gritar. «Shh, shh, vas a ver cómo ahorita ya no te duele nada, tranquilita, tranquilita.» Tras un par de segundos arremetió de nuevo y esta vez logró insertarme la cabeza entera.
No lo pude evitar y emití un pequeño grito. Sentía tal dolor y mi cola a punto de reventar que no podía moverme. Antes de proseguir mi tío volvió a acariciar mis cachetes posteriores. «Mira que tienes muy linda cola, redondita, paradita, y bien se ve que tenía ganas de verga… Sí, sí, en serio, a los hombres de verdad no nos entra nada por atrás; en cambio a ti, bueno, ya vez qué facilito te entró.» Ejerciendo cada vez más y más presión, fue enterrándome más y más profundo su duro mástil. Aún seguía doliéndome, claro, pero, así como él me decía, la verdad me había imaginado que dolería más. Sin embargo, justo cuando esto pensaba, el dolor volvió con toda intensidad y de repente.
¡Me la había enterrado enterita!
Una vez más, con mucho esfuerzo, logré contener mi grito. «Mmh, no, no, definitivamente eres mariconcita, ya te tragaste toda mi polla.» Yo seguía sin decir nada, pero la penetración fue haciéndose un poco menos dolorosa. Al poco rato, mi tío empezó el mete-saca, al principio muy lento y sin que su verga llegara a tocar el fondo de mi recto. Aún estaba yo recargada sobre el fregadero, y mientras él seguía entrándome por atrás, yo sólo pensaba en los de allá afuera, que podrían escuchar algo y entrar en cualquier momento.
No obstante, cuando mi tío empezó a darme un poco más duro y rápido, y por ende me entraba cada vez más adentro, el placer que comencé a sentir me hizo empezar a menearle las nalgas inconscientemente. Al sentir esto, él me sujetó muy bien de las caderas y empezó la verdadera cogida. Sus movimientos se hicieron más bruscos, su dura polla entraba y salía sin descanso de mi ano y su dura cadera chocaba rítmicamente contra mis nalgas.
«Ay, tío…», le dije casi en un susurro, disfrutando ya en serio aquella mi primera penetración anal. «¿Te gusta?» «Mmh, sí, sí…» «¿Te gusta mucho?» «Sí, mucho, mucho…» «A mí también, tienes una panochita muy rica…» «¿Sí?» «Sí, sí, tan rica como la de una mina, sólo que la tienes por detrás.»
Así estuvimos un buen rato, mi tío Jorge dándome duro y sabroso por detrás, y yo encantada de que tener por fin a alguien que me cogiera. Sentía un enorme y nunca sentido placer con aquel duro y grueso pedazo de carne, que finalmente estaba enseñándome lo que significaba ser mujercita.
«¿Y entonces?», escuché decir de pronto dentro de la misma cocina. ¡Era mamá, que estab
a recargada en la puerta viéndonos fornicar! «Pues sí, cuñadita, te lo dije, es hembrita, me acaba de confesar que le encanta que se la meta», le contestó mi tío sin molestarse en detener sus arremetidas. Increíblemente sorprendida, yo dejé entonces de moverme, y no me atrevía ni a voltear. «Ya estoy viendo, ¿y cómo la ves?» «Muy bien, muy bien; para ser honesto tiene un culo muy sabroso, habría sido un desperdicio no aprovecharlo.» «¿Entonces definitivamente no es hombre?» «Lo siento cuñadita, pero ya lo estás viendo por ti misma.» ¡No lo podía creer, mamá lo había sabido todo el tiempo y hasta de seguro lo había planeado! Lo de la ropa no había sido más que el comienzo.
Mientras mi tío seguía cógeme que cógeme sin turbarse, mamá se acercó a nosotros, y se recargó en el fregadero frente a mí. «¿Y qué hago entonces con ‘ella’ cuñadito?» «Pues te diré cuñadita, se llega a pagar muy bien por un culito así.» «¿Sí?» «Sí claro, más que si fuera mujercita de verdad; y con un par de buenas tetas ¡uuuu!, de superlujo.» «¿Y eso como en cuánto sale?» «No te apures cuñadita, eso ya lo veo yo luego; créeme que se van a pagar solas.» «Pues bueno, supongo que eso es todo; en cuanto terminen llévatela, ya luego nos pondremos de acuerdo con lo de las ganancias.»
«Perfecto cuñadita.» «Nada más me la cuidas, eh, es mi única hija mariconcita.» «No te apures cuñadita, voy a cuidar muy bien de mi sobrinita.» «Bueno, nos vemos cariño, hazle caso a tu tío; ahora sí vas a poder ponerte todos los vestiditos que quieras», dijo, y se fue, dejándome ahí sin decir palabra y todavía con la verga de mi tío entrándome por detrás.
Una vez que ella hubo salido, mi tío apresuró sus embestidas, y al poco rato lo sentí jadear en mi cuello, sus penetraciones fueron más violentas y, de pronto, sentí una pequeña explosión dentro de mí. ¡Se me había venido dentro!
Algunos instantes después retiró su miembro, y un poco de leche se escurrió por mis muslos. Mientras él se levantaba los pantalones me dijo: «Si quieres ir a despedirte de los demás, ándale, pero no te tardes.» «¿A dónde vamos?», le pregunté. «Tu mamá me pidió que te llevara a trabajar conmigo. No te apures, vas a ver que se gana buen dinero y vas a tener toda la verga que quieras, por arriba y por abajo.» «¿Traba…jar? ¿Y en qué trabajas?» «¿Tu madre nunca te dijo? Digamos que administro a varias chicas, incluida una que otra como tú.» «P-pero… es que yo…» «Ándale, ya, si llegamos a tiempo podrías empezar esta misma noche.» «P-pero, es que… y mis cosas… y mi ropa…»
«No te apures por eso, de cualquier forma te vamos a tener que comprar mucha ropa nueva, más adecuada al oficio.» «¿De puta?» «No, no, lo nuestro es un poco más fino, les llamamos escorts.» «Pero es que yo no sé nada de…» «Cht, cht, no te apures de nada, que yo me encargo; tú sólo vas a tener que abrir esa linda boquita y separar las piernas. ¿No te despides? Bueno, andando.»
Me tomó de la cintura y salimos por la puerta trasera de la casa.
Autor: Greenfly
Tienes la segunda parte
hola guapa pues jejej esta muy bueno el reltoa relamente me has dejado como una carpa jajajaaj bueno
espero te puedas contactra conmigo y deseo que sigas escribiendo lñas historia que es muy caLIENTE y morbosa.
NENOTM99.
hola!!!
a mi tambien me gustaria volverme una putita, y compartir vivencias como esta, donde vives? quizas podamos volvernas companheras, beso.
Que bueno!! Espero que sigas escribiendo más.