La conocí, cuando mi novio – ahora es mi marido – me llevó a su casa para que conociera a la familia en la típica entrevista prematrimonial, cuando menos en la películas cursis. ¡La mujer me sorprendió!, me sorprendió la juventud y belleza de la amable mamá de mi «prometido».
Nos abrió la puerta, con una sonrisa avasalladora, cálida, afable y simpática. «Qué gusto conocerte», dijo al tiempo que se acercaba para besar mi mejilla. Nos invitó a pasar, y entonces la pude observar detenidamente. De no más de 35 años, esbelta, con un rostro demasiado hermoso, más que la de cualquier modelo. Ojos verdes fantásticos, rasgados, detalle que aumentaba la belleza de los ojos. Cuello largo, de cisne, terso igual al resto de la piel visible. Vestía una tenue blusa debajo de la cual se podía ver un sostén de primorosos encajes que dejaban ver las manchas sonrosadas de pezones y areolas. En ese momento me fijé más en la blusa de fina tela, que en los senos erguidos. Una falda estrecha, hacía resaltar las caderas y la pequeña cintura; de nuevo, vi más el continente que el contenido. De los muslos y piernas, solo me llamó la atención que no llevaba medias. Su voz melodiosa, la hacía todavía más atractiva, pienso ahora.
Nos sentamos en la sala, muy formales, después de la presentación «oficial» que hizo el novio de mi personita. Ella, atenta, cortés, se interesó en mi familia, mis estudios, mis gustos musicales, en fin, las peguntas clásicas de una suegra que está por «entregar» al hijo único, porque mi novio era eso. Luego, otra vez lo típico, se explayó contando anécdotas del hijo desde la infancia hasta el presente. No obstante el relato, casi acucioso, la actitud hacia él no era posesiva, tampoco la de una madre castrante. Fue una noche espléndida, y más por la simpatía innata de mi bella suegra.
Mi suegra era viuda, desde hacia algunos años, por eso no hubo «papá», en la cena familiar de presentación de la novia. El otro recuerdo de la noche familiar, fue una pregunta, y el diálogo que la siguió; me impactaron considerablemente. Me pidió que la acompañara a la cocina para continuar charlando mientras ella lavaba los platos, al menos ese fue el pretexto para dejar al galán solo, tomando café. Me senté. Ella empezó a fregar trastos, y dijo:
– ¡Ay, querida!, tuve que traerte… porque quiero, en confianza y a solas, hacerte una pregunta. Pregunta que nada tiene que ver con prejuicios ni cosas parecidas, mucho menos ofenderte o causarte… molestia alguna. No sabes el esfuerzo que hice para no hacerla… pero, qué quieres, soy extremadamente curiosa. Entonces, la pregunta está motivada en mi inmensa curiosidad desde pequeña, muchas veces insana. ¿Puedo preguntarte? – yo, desde que inició la justificación, estaba bastante nerviosa, sorprendida, definitivamente intranquila; no podía sino asentir, y eso hice – Bueno, insisto, no lo tomes a mal, pero… ¿me podrías decir si ya tuvieron… relaciones?, insisto una vez más, saberlo es sólo por curiosidad… no porque me oponga, o critique la práctica de las relaciones premaritales… Yo, te lo confieso, siempre deseé tenerlas, pero no fue posible. Así que… llegué completamente virgen al matrimonio. La verdad… te lo debo decir, ¡me arrepiento de no haberlo hecho!, no preguntes el por qué de mi arrepentimiento, simplemente piensa en este arrepentimiento, para que me contestes con más confianza, sin temores. Estaba turulata con el largo preámbulo. Aunque, a decir verdad, la sinceridad de mi suegra me había tranquilizado, también me causo una magnífica impresión que no fuera de las mojigatas tan frecuentes en nuestro nivel social. Entonces, imitando su sinceridad, dije:
– ¡Ay, suegra!, ¿no la molesta que la llame así? – Ella dijo: para nada… aunque preferiría que me llamaras por mi nombre, ya sabes, Anaís. Nombre raro… y muy relacionado con… bueno, si no lo sabes, algún día de lo diré, pero me gusta mi nombre; continué – Bien. Pues vera usted… Anaís, ¡no hemos tenido relaciones! Y le estoy diciendo la verdad… correspondiendo a su sinceridad, sinceridad que, la verdad, me conmovió… y me ha hecho… apreciarla mucho más que antes de su… pregunta. – Yo titubeaba, nerviosa, hasta con rubores marcados – No crea que no lo
he deseado pero… bueno, quiero mucho a Ignacio, y ya sincerándonos, pues… con decirle, hasta los besos me los regatea. No quiero que esto… lo comente con… él, nada me daría más pena que supiera, mis deseos. Me apena pedírselo, sé que no se lo diría, pero qué quiere…, me siento nerviosa, y esto me hace decir cosas… bueno, estamos en otra cosa. Perdóneme. Le decía. No sabes los deseos que tengo de que él se atreva y me acaricie… completa, digo, que las caricias fueran amplias, hasta profundas, pero nada de nada. Dice que se está reservando para la noche de bodas… ¿usted cree? Dice, para él, la virginidad de la mujer es algo que, presente en la noche nupcial, fortalece el amor. Yo no estoy de acuerdo, y no crea que no he intentado… bueno, provocarlo, hacerlo que modifique ese criterio, sin embargo, hasta le fecha, continúa negado a todo que vaya más allá de los besos de saludo y despedida. Bueno, en ocasiones yo soy la que lo beso, y debo decir que no me rechaza, pero se niega a continuar. No estoy triste, tampoco se lo reprocho, más bien lo entiendo, trato de comprender sus motivaciones e incorporarlas a mi espíritu en aras del amor, como él dice. Y perdóneme si no fui recatada…, o mojigata… pero no me gusta mentir, y siempre digo lo que pienso, tal vez esto es un enorme defecto. Si algo no es de su agrado… le rogaría me lo dijera por favor. Mientras hablaba ella me veía atenta y, ahora que estoy metida en el recuerdo, su mirada era comprensiva, cariñosa, hasta un tanto triste. Suspiró, y dijo:
– Pues… ¡ojalá les salga muy bien el numerito del casorio! Y… muchas gracias por contestar mi pregunta tan ampliamente; créeme, te lo agradezco infinitamente. Y qué bueno que no fuiste… recatada. Además, debo decirte… me has caído muy bien, demasiado bien, y espero, ahora tú, me creas. Desde luego, esta ha sido una conversación que solo existió en este momento, y solo entre nosotras…. ¿Estás de acuerdo? Desde luego, lo estuve. Pero ahora, era yo la curiosa. Con un cierto temor, intenté sonreír, cuando dije:
– Pues… ahora soy yo la curiosa. Con los mismos argumentos que usted dio antes de formular su – subrayé – pregunta, ¿me permite ahora a mí, hacer una? – Asintió, yo dije – y, usted, señora, ¿tiene… relaciones? Se sonrojó notoriamente. Se llevó una mano al pecho queriendo acallar al corazón, la mirada brillante, fija en mí, con aumento notorio del sonrojo, dijo:
– ¡Ay, querida!, yo…, ¡ni a novio llego! Y sonrió alegre, tratando de dar por concluida la charla la que, en efecto, hasta ahí llegó.
Desde ese día quise a mi suegra, con un afecto más allá del supuesto entre las nueras y las suegras.
Pasaron los meses, y la boda prometida no se realizaba. Primero porque mi novio se enfermó de no sé que, y estuvo encamado por una semana completa; después porque los despidieron del trabajo, y luego, porque simplemente él lo fue aplazando, y luego recayó en la enfermedad. Durante la enfermedad del galán, mi suegra y yo compartimos el cuidado del paciente. Muchas horas las pasamos juntas en el hospital. Ahí fue donde pude apreciar sus extremidades inferiores, realmente hermosas, envidiables, cuando menos por mí que, modestia aparte, tengo unas piernas y unos muslos bellos, sensacionales. Y también me di cuenta que a ella le gustaba, luego lo comprobé, ser un tanto exhibicionista. Sus blusas siempre delgadas, finas, transparentes; en muchas ocasiones dejaban ver sus preciosos senos casi de manera íntegra, aunque siempre protegidos por el sostén. Por supuesto, para mí siempre fue muy sensual verlos, muy atractivo, aunque me sonrojaba por estas miradas indiscretas. Miradas que, estoy segura, ella sentía; es más, se colocaba en forma tal, que sus lindos senos fueran más visibles ¡para mí!. Así mismo, siempre dudando de la espontaneidad de los movimientos de mi hermosa madre política, cruzaba y descruzaba las piernas en un verdadero afán de mostrarme los muslos y, casi siempre, hasta dejarme ver sus pantaletas finas, transparentes detrás de las cuales eran claramente visibles sus vellos púbicos. Yo sonreía al verla, más de nervios y fuertes sensaciones, que por cualquier otra cosa. Claro, nunca se lo comenté, tampoco ella mencionó, mucho menos hizo nada para hacer notar la intencionalidad de sus actitudes. Tal vez al tercer día de la enfermedad del novio, sentí el abrazo de salutación más efusivo, deseaba hacerme sentir sus
senos duros y los pezones más duros aún. Claro, su objetivo, si ese era, lo logró: sentí los senos en los míos de una deliciosa manera, aunque en ese momento, tal vez por estar pensando en la sensualidad muy especial de mi suegra, no era premeditado, pasé por alto la excitación del que ahora considero, un estupendo y delicioso contacto. La noche siguiente, cuando intenté despedirme, ella me pidió que no la dejara sola, se sentía un tanto nerviosa. En la penumbra – el enfermo dormía plácidamente – pude ver la mirada suplicante, y la sonrisa seductora que reforzaban la solicitud. Dude, y no por tener alguna idea preconcebida, sino porque no llevé mi auto, y no sabía cómo regresar a casa al hacerse más noche. No sé, pero, creo, ella lo había planeado. Porque, al percibir mis dudas, dijo:
– Yo puedo hablar con tú mamá para que no esté con pendiente…
– No es eso… bueno, la verdad es que no sé cómo hacer para irme a casa más noche, dejé mi carro en el taller.
– Por eso no te preocupes, llamaremos un taxi cuando… quieras irte. Me quedé. Ella, habitualmente, tenía predilección por una cómoda poltrona cercana a la cabecera de la cama. Estando ella presente, yo me sentaba en un sillón con dos sitios. Esa noche, después de cerciorarse que mi novio dormía, vino a sentarse a mi lado. Al hacerlo, colocó una mano en mi muslo desnudo; mi falda corta subía más arriba de las rodillas. Percibí la mano cálida, como una plancha; al mismo tiempo, controlé mis expresiones corporales para no suscitar una mala interpretación en la audaz y bella señora. Hablaba en susurros, muy cerca su cara de la mía, comentando lo preocupada que se sentía por la enfermedad del hijo. Yo noté su aliento en mi cuello, en mi oreja, conforme ella movía su cara y su boca al ir hablando. Enseguida, suspiró, como si fuera a llorar. Pasó su brazo por detrás de mi espalda, apoyó su mano en mi hombro, y luego metió su cara entre mi cuello y el otro hombro, de tal forma, que los labios tocaron la piel de esa sensible región de la piel. No pude contener el estremecimiento. Mi inquietud aumentó, cuando su mano empezó a moverse para ir de la rodilla hasta el borde de mi falda, en ese momento muy por arriba de las rodillas. No supe qué hacer. Pararme sin más, lo consideré una majadería, o peor, porque ella sufriría, pensé. Intentar detener su mano, descabellado; era posible que en la dureza del dolor, buscara una forma de acallar su pena, acariciando mi muslo. Decirle algo al respecto, era tanto como poner en duda su honorabilidad. Así que la caricia, continuó. Debo decir, no intentó rebasar la falda; de haberlo hecho, hubiera llegado sin remedio a tocar mi pantaleta. Sin embargo, mi estupor no cesó, por el contrario, perpleja, empecé a sentir muy agradable ambas caricias, la de la boca en mi cuello, y de la mano que iba y venía dulce, suavemente por la piel de mi muslo. Incluso, al paso del tiempo, deseaba endemoniadamente que la boca llegara al beso franco, y la mano se metiera hasta tocar sin interferencia mi ya anhelante vulva. Pensar esto, y sentir humedad, me decidió. Con suavidad, separé el rostro anidado en mi hombro, hasta poder verla a los ojos. Mi mano tocaba su pelo, y mis ojos escudriñaron en los de ella. La mirada lánguida que ella tenía, me enterneció, me hizo sonreír, hasta suspiré. Mi sonrisa, hizo aparecer la de ella. Entreabrió los labios para decir algo, pero yo, totalmente fuera de control, los volví a cerrar con los míos. Mi asombro y mi arrepentimiento aparecieron, cuando percibí la lengua pugnando por penetrar mi boca. Fueron segundos de mortal incertidumbre. Mi corazón me dijo, era ¡yo! la provocadora, haciéndome olvidar las caricias previas provenientes de mi adorada suegra. En ese momento, mis prevenciones, mis arcaicas ideas acerca de la homosexualidad, quedaron aniquiladas, el beso franco, abierto, delicioso, enormemente placentero, se consumó. Entonces, la mano de mi muslo subió para, con la otra, aprisionar mi cabeza para hacer el beso más intenso, más prolongado, con la lenguas tocándose apenas en ocasiones, y en otras casi con furia. Mis manos y brazos siguieron el ejemplo de los otros, y la abracé con gusto, con fuerza, acariciando su largo y sedoso pelo. Las respiraciones agitadas, los estremecimientos de ambas, el gusto exquisito de la saliva ajena, me hizo percibir el escurrimiento de la humedad hasta los muslos.
De nuevo, mi sorpresa; ella se separó con cierta brusquedad, se puso de pie moviendo intensamente la cabeza negando y llevándose las manos a la cara para cubrir su vergüenza. Casi entre sollozos, susurró: «Discúlpame por favor… ¡qué vergüenza, qué vergüenza!, ¡ay, querida, quisiera morir….! ¿Puedo pedirte… me dejes sola? No estoy enojada, y menos contigo, querida, creo… entiendes mi… congoja… ¿podrás algún día perdonarme?, pero, por favor, vete, vete…
Totalmente perpleja, confundida hasta la locura, me levanté, y salí sin decir ni hacer nada más. Al cerrar la puerta, las lágrimas que pugnaban por salir, lo hicieron raudas, incontenibles, abundantes. Mi mente, mi espíritu, mi cuerpo entero era un torbellino. No supe cómo llegué a mi casa, con mis ojos ya secos, pero con la mente en parálisis total. Aventé mi bolsa, y me dejé caer en la cama. Con la mirada fija en el techo, haciendo un esfuerzo descomunal, logré poner las ideas a funcionar. Al recordar la inesperada escena interrumpida tan bruscamente, las lágrimas regresaron silenciosas. Recordé detalle a detalle movimientos, palabras, sobre todo las caricias y su sabor agradable. No pude, por más que lo intenté, darle otro calificativo a las caricias y los besos dados y recibidos. La confusión amenazaba con instalarse. Insistí en analizar mis sentimientos, confrontados con mis ideas. Iba de la condena sin más, al deseo de repetir besos y caricias. Me sentía la provocadora del desaguisado, luego la seducida por la malévola suegra. No percibía mi lengua que lamía incansable ambos labios. Cuando hice conciencia de esa auto caricia, me erguí como levantada por potente muelle. Mi mente estableció que hacía eónes deseaba esos besos y esas caricias, que deseaba, además, profundizar en esas delicias hasta hacer al placer, me auto proporcionaba desde la adolescencia con frecuencia y constancia, fuera hecho por manos ajenas. Luego de la euforia momentánea, volví a caer de espaldas a la cama; el recuerdo: ¡había sido una mujer la que me besó!, me hizo desfallecer. Entonces, volvió el caos. No dormí.
Por la mañana, al desnudarme para el baño, percibí los fuertes olores que despedían mis pantaletas. Las llevé a mi nariz, aspiré cerrando los ojos para concentrarme en el delicioso olor, y mi excitación se hizo presente. Entonces recordé la deliciosa excitación que la mano, y la boca de mi suegra me habían producido. Mis manos, un tanto autónomas, metieron mis pantis por mi cabeza hasta dejar los orificios de los muslos frente a los ojos y la tela que cubre el sexo sobre la nariz. Mi respiración era frecuente, frenética, oliendo con fruición la prenda. Una de mis manos, fue a uno de mis senos, y lo acarició, al tiempo que recordaba la casi cotidiana dicha – eso me dije, dicha, mucha dicha – de ver los senos desnudos de mi bella suegra detrás de la blusa. Sin pensarlo, mis dedos ya estaban encajados en mi raja y empezaban el suave ir y venir por toda la extensión del lago en que estaba convertida mi hendidura. No pude seguir sosteniéndome en las piernas, y me senté en la taza. Abrí al máximo los muslos para que mi mano y mis dedos, hicieran mejor las caricias que tenían bien aprendidas. Al tener el primer estallido, grité: «¡Anaís, Anaís, Anaís…!, gritos que provocaron la prolongación de la explosión y las aspiraciones profundas sobre la tela de la pantaleta. No sé cuántos orgasmos más tuve. Cuando estuve exhausta, me desplomé. Todavía en el piso, mis manos no querían dejar de acariciar, pero ya mi clítoris estaba tan sensible que cualquier roce me producía tremendas descargas eléctricas, casi me hacen convulsionar. Por fin, me quité las pataletas, añorándolas desde ese mismo momento, y me bañé. Cansada, asombrosamente tranquila, trabajé todo el día. Al salir, dudé en ir al hospital o no. La duda, duró un instante. Decidida, me dirigí al sanatorio con el propósito de terminar lo iniciado la noche anterior. Mi sonrisa fue la mejor señal de lo adecuado de mi resolución. Sin llamar, abrí la puerta. De inmediato la vi, y ella me vio. Su precioso rostro se contrajo. Se levantó presurosa, no se movió. Sonreí dichosa, la vi más hermosa que nunca; a mi novio, ni siquiera volteé a verlo. Con la mejor, la más sincera y alegre de mis sonrisas, me acerqué a ella con cier
ta premura. Me veía ir, sin cambiar la expresión triste y preocupada. Con firme determinación, la abracé afectuosa, con cierta fuerza y, poniendo mi boca en su oído, dije: «Buenos días querida suegra», y, sin importarme que el novio pudiera verme – una verdadera insensatez – besé tenuemente la oreja. Al separarme – lo hice para deleitarme viéndola, aunque deseaba besarla con pasión. Mis sexto sentido me dijo que no, que allí estaba alguien ajeno al drama; me contuve – pude ver el asombro de su rostro y el esbozo de una sonrisa. «Vamos, suegra, ¿no va a saludarme?», dije alegre, deseosa de escuchar su voz. La sonrisa esbozada se completó, y dijo: «Buenos días, Linda», y su rostro empezó a suavizar su expresión. Hasta ese momento percibí, mi novio nos veía entre extrañado y sorprendido. Por cautela, y para desviar cualquier mala idea en él, dije: «Buenos días, querido, ¿cómo amaneciste?, ¿cómo te sientes hoy?» Mi suegra estaba pasmada, verdaderamente perpleja con mi comportamiento. No atinaba a nada. Se estrujaba las manos nerviosa, casi consternada. Él dijo que estaba mejor, que tal vez ese mismo día lo dieran de alta, esperaba recuperarse rápidamente, en fin no dejaba de hablar. Esa locuacidad, me dio la oportunidad de colocarme cerca de mi hermosa suegra para tomarle una mano y apretarla viéndola fijamente, diciéndole con los ojos que estaba feliz, que quería continuar con las caricias y los besos, que no se inhibiera, que dejara salir sus deseos, en fin, la tranquilizaba con la mirada, estoy segura, ella comprendió, y lo estoy porque su rostro se dulcificó y su sonrisa, un tanto confusa, se amplió hasta dejar ver sus diamantinos dientes. «Pero siéntese, querida, siéntese», dije, pretexto para tomarla de frente y por los hombros y hacer que tomara asiento. Luego, yo misma me senté frente a ella. Con toda intención, abrí los muslos para que viera mis muslos y mis pelos; me quité los calzones, precisamente para que ella me viera sin ellos. Y me vio, lo creo porque no pudo contener el gesto: se lamió los labios al ver mis muslos desnudos, creo que sí alcanzó a ver mis pelos. Por mi parte intenté no desnudarla con los ojos, pero sí dejar descansar la mirada en su lindos muslos desprotegidos de la falda hasta casi la mitad de ellos, desde luego, la visión de sus hermosas piernas, cruzadas, era una delicia. Deseaba desesperadamente hablar con ella, decirle lo mucho que la deseaba y, por qué no, confesar que la amaba, y no precisamente como la madre de mi prometido, sino como potencial amante con todas las implicaciones que esta afirmación pudiera contener. De momento, esto era poco menos que imposible. Anaís, permanecía estupefacta, nerviosa, con el rostro serio, moviendo lentamente el pie que colgaba, apartando la mirada de mis ojos con turbación manifiesta después de breves contactos visuales, para luego dirigirlos a mis hermosos vellos. La lucha interna que libraba debe haber sido espeluznante, no obstante ser ella la real iniciadora del acercamiento amoroso entre nosotras; es posible que, justamente por esta razón, estuviera en la vacilación total entre dos sentimientos y deseos encontrados, a mí misma me sucedió. Comprensiva, dejé de presionarla. Mis muslos volvieron a la posición recatada preconizada por la norma. En cuanto hice éste movimiento pudoroso, fue notable el cambio de expresión en el rostro que yo no dejaba de observar, contestando con monosílabos las preguntas del novio encamado. El único que hablaba era el enfermo. Lo interrumpió la llegada del médico y la enfermera. Luego de una minuciosa exploración, el galeno dijo:
– Bien, señor Rocha, se puede ir a casa. La condición es una sola: guarde absoluto reposo en cama. Subimos al paciente en el asiento trasero del auto; nosotras adelante, ella manejando. Desde al salir de la habitación del sanatorio, Anaís volvió al rostro preocupado, y a los movimientos cautos. Me ofrecí a acompañarlos y auxiliarla en la atención de mi novio.
Con la vista fija al frente, sin decir una palabra, condujo el auto entre el denso tráfico. Yo la veía fijamente. El perfil de ella, era subyugante, atractivo, excitante. El cinturón de seguridad pasando por entre los pechos hermosos, los destacaba sensacionalmente. Mi humedad crecía, lo mismo mi impaciencia; estaba decidida a no hacer nada que no fuera tácitamente solicitado, o admitido por la cada vez más deseada suegra. Pasados unos minutos, me vio volteando un poco el rostro. Continuaba
con el rictus amargo, con la mirada brillante y los labios apretados. Las manos firmemente aferradas al volante. Sin embargo, la luz de sus inmensos, sus preciosos ojos verdes, algo decían, algo que no era rechazo, reclamo o recriminación. Regreso la vista al frente, y sobó el volante en un movimiento que reflejaba la intensidad de su lucha espiritual. Al volver la mirada, el rostro había cambiado: ahora era una lánguida mirada, de súplica o, tal vez, de enamorada. Esta vez, los ojos duraron más en los míos. Durante ese intercambio visual, intenté decirle que no se preocupara, que la entendía, no había prisa, tampoco presión de mi parte, inclusive le dije que la amaba, que la deseaba intensamente. Si hubiera podido verme en un espejo, es posible que hubiera identificado mi languidez con la de ella; eran pues, las miradas lánguidas de dos enamoradas. No obstante que no me vi, supe el afecto y el deseo predominaban en nuestra mutua mirada. La mano que descansaba en la palanca de velocidades, vino a posarse sobre mi rodilla, rodilla que estaba un tanto trepada en el asiento por mi posición que daba frente a ella, con el pretexto de ver al ocupante del asiento trasero. Al mismo tiempo el rostro de ella se estiró para acentuar su languidez. Mi mano no perdió tiempo para apretar la otra cálida y que despertaba dulces sensaciones en mi rodilla y en mi ser entero. Sonreí, tratando de expresar mi amor, mi deseo, incluso, el agradecimiento por la caricia. Por primera vez en mucho tiempo, sonrió. La necesidad de conducir, hizo a las manos apartarse, pero ya las expresiones de los rostros era otra. Pero ahora abrí los muslos para que se solazara con mis pelos desnudos que tanto estaban deseando caricias de manos, o lo que fuera. Siempre que hubo posibilidad, las manos se reunían en mi rodilla, la mano tersa de ella, abajo, en íntimo contacto con mi piel y nuestras sonrisas eran ya casi risas abiertas, francas, libres; por desgracia no era posible que esa mano fuera más allá de donde estaba aunque yo lo deseaba, creo que ella también, llegar hasta mis adorables pelos mojados ya. Pusimos al paciente en la cama; le dimos algo de comer, hubo charla animada entre todos. Encendimos el televisor para que él se entretuviera, «y así podamos comer algo», dijo mi hermosa suegra y, sin que le importara que él no viera, me tomó de la mano, al tiempo decía: «¿Me acompañas, querida, o prefieres quedarte para que yo te traiga algo de comer?». Nos marchamos juntas. Tan sola salir de la esfera visual del estorbo, nos abrazamos, y la bocas se buscaron para besarse apasionadamente. «Querida, querida, ¿por qué tenía que pasarnos esto?, decía mi suegra pegando su boca en mi oreja.
– ¿No es maravilloso?, ¿Recuerdas que conversamos y te dije que deseaba con vehemencia besos y caricias?. ¿recuerdas que, aunque sin expresión precisa y directa, admitiste lo mismo?, bueno, pues aquí estamos, tenemos los besos que tanto necesitamos. – La besé con mayor pasión, con más afecto, con la ternura de que soy capaz; el beso era devuelto con las mismas aseveraciones. Entonces ella dijo:
– ¿No piensas que… estamos haciendo algo perverso, algo condenado por la sociedad, algo de lo que después podamos arrepentirnos?, esta es mi mayor aprensión, mi más tremenda duda…
– No, no, tontita… es algo espontáneo, maravilloso, sentido, deseado, te decía, con enorme vehemencia por las dos desde hace siglos. No creo que sea perverso ni nada semejante, es simplemente la expresión de nuestras necesidades de afecto, cariño, caricias y… porque no decirlo, de satisfactores sexuales que ni tú ni yo hemos tenido; bueno, tú desde hace un largo tiempo, necesidades que así se están viendo colmadas. ¿Arrepentirnos?, no creo. En todo caso, cuando esa remota posibilidad se diera, será por otras causas y no por… esta manifestación de amor que estamos protagonizando, ¿no crees que esto es lo importante y lo realmente sucedido? Mientras hablaba, mis manos mimaban su espalda, las nalgas inclusive, nuestros alientos se mezclaban y los ojos se acariciaban mutuamente. Las manos de ella repetían la caricias de las otras, con suavidad, con cariño. Puso su mano en mi mejilla, y dijo:
– Pues… no sabes lo que he meditado, las miles de reflexiones que he hecho desde que… ¡caramba!, no sé donde tenía la cabeza cuando, estupefacta por mi enorme deseo, inicié las caricias que… nos han traído hasta acá. Hoy mismo al verte… ¡Dios mío, Dios mío, que maravillosa visión pusiste ante mis ojos! En ese momento deseé intensamente corr
er, desaparecer, que la tierra me tragara. Pero mira, ¡aquí estoy, besándote como si nada!, pero no nos quedemos aquí… ¿por qué no vamos a la cocina?, allá podemos… bueno, comentar y hacer, lo que nos permitamos hacer. Sonreía. Creí que iba a estallar en carcajadas, así de contenta la vi y la apreciaba. Enlazadas por la cintura, caminamos. Una vez en la cocina, ella me encaró, para besarme con un beso largo, profundo, con la lengua acariciando mi lengua, llena de amor y deseo. Mis manos, más libres que las de ella que me tenían tomada de la cabeza para hacer más intenso el beso, acariciaron sus nalgas, trataron de apretarlas, pero la ropa era el obstáculo que debíamos retirar. Mis dedos se apresuraron a moverse para hacer subir la falda. Por fin, mis manos pudieron tocar la piel de la parte alta de los muslos y parcialmente las preciosas y duras nalgas. Insatisfecha, metí mis dedos por debajo de la prenda estorbosa, y la caricia fue más intensa, más sensual, más excitante. La apreté contra mi cuerpo, y entonces las manos de ella iniciaron el movimiento para hacer lo mismo que las mías hicieron, con la ventaja para estas puesto que mi falda era mucho más corta y… ¡no vestía nada debajo!, me felicité por haber dejado los feos y estorbosos calzones Al sentir el contacto con la piel de mis preciosas nalgas, mi amada suspiró apretando el beso y jalando mi cuerpo contra ella. Respirábamos agitadas, el rostro cubierto de sudor, y el aliento caliente igual a nuestros cuerpos enteros y nuestro ser, sin suspender el beso prodigioso. Mis manos se sentía aprisionadas por la prenda bestial, y por eso, con un tirón brutal rompí los resortes y la prenda descubrió íntegramente las nalgas fabulosas, quedaron suspendidas atrapadas pos los muslos estrechamente pegados unos contra otro. Para mi agradable sorpresa, ella abrió los muslos y la prenda de marras fue a dar a los tobillos, mismos que ascendieron por turnos para que las pantaletas destrozadas salieran volando. Mis dedos, inquietos, se metieron entre las nalgas, y los muslos se separaron todavía más para que los dedos pudieran caminar libremente por la bella barranca. Sentí el ojo del culo, y suspiré. Lo rodeé con mi dedos, y ella suspiró y apretó más el beso, al tiempo que uno de sus dedos buscaba apresurado mi culito. Mi pensamiento se había ido, los instintos incrementaron sus funciones. Deseé tocarla toda, acariciar sus chichis, sus tetas adorables, quería meter mis dedos en la concha seguramente anegada, como la mía. Entonces, me separé procurando que mis movimientos fueran leves, tiernos. La vi, me vio, sonreímos. Mis manos tocaron sus senos enhiestos y, tal como lo había presumido desde que la conocí, eran duros, erguidos, con pezones parados, tiesos. Ella, como venía actuando, puso sus manos en mis senos y los acarició con una caricia que era el reflejo de la mía. Volvimos al beso momentáneamente; me separé, esta vez para tomar el vuelo de la falda con la intención de despojarla de la ropa. Entendió de inmediato. Pasó sus manos por detrás para correr el sierre de la falda, la ayudé, y la falda cayó inerte a nuestro pies. Por mi parte, como vestía un minivestido, me lo saqué por la cabeza. Ella conservaba el sostén que se apresuró a retirar sin dejar de pasear la vista, embelesada, contemplando la esplendidez de mi cuerpo desnudo. No podía apartar la mirada de su fabuloso bosquecillo piloso, en verdad hermoso, negro, terso, con el vértice que se perdía en la unión de los prodigiosos muslos. Los ojos de ella hacían lo mismo. Sus senos fueron más preciosos de cómo los imaginaba, realmente lindos, esculturales, senos que muchas envidiarían, yo entre esas muchas. Y nuestros cuerpo se juntaron por primera vez, desnudos. Sentir esa desnudez, fue impresionante, maravilloso, una serie de fantásticas sensaciones recorrieron mi cuerpo, empezando por las palpitaciones de mi pucha, de mi concha que ya era una laguna. Las manos regresaron a las nalgas lamiendo los pezones, entonces ella estalló en su primer orgasmo esplendoroso, gritando, olvidada de todo y disfrutando la totalidad del placer. Cuando los orgasmos de ambas cedieron un poco, nuestros rostros fueron a anidarse en el hueco del hombro de la otra, acezando, gimiendo, estremeciéndonos placentera y felizmente. Fueron minutos de estrecho abrazo y delirante placer que tenían como única manifestación las lenguas de las dos lamiendo la piel cercana a las bocas. Luego ella, hizo descender
la lengua para ir a repetir la caricia que todavía era inédita para ella, esto es, se puso a lamer mis senos; los llenó de saliva y mordiditas tiernas, mordidas que fueron desencadenantes de otro de mis orgasmos, cuando se dieron en mis pezones. Con mi cabeza colgando hacia atrás, una de mis manos tocó el pezón de la chichi, y la otra… ¡caramba!, se posó sobre la mojada cabellera del pubis de mi angelical suegra. Y su mano vino a mi pucha, a mis pelos que acarició al mismo compás y alcance que la mía; nuestros dedos se reprimían para hundirse en las lagunas vulvares, pero eso fue un efímero titubeo porque los dedos iniciaron esa exploración enloquecedora, excitante a más no poder. Cuando sentí los dedos en mi raja, suspiré y me estremecí en un inédito estallido por su potencia, y ella lo mismo. Fue tal la conmoción de las dos, que no pudimos continuar de pie y caímos al piso, sin sacar dedos y manos de las puchas respectivas. Y allí continuaron acariciando, metiéndose en la vagina de la otra, la mía por cierto aún virgen que deseaba enormemente dejar de serlo. Fue ella la que inició – de nuevo ella era la de la iniciativa, la más audaz, la más imaginativa – el descenso de su lengua por mi liso vientre hasta llegar, agachándose, hasta los bellos vellos de mi adorada concha. ¡Caramba!, nunca imaginé que ese tipo de caricia pudiera hacerse, creo que ella tampoco, pero era fenomenal que se estuviera realizando. Cuando percibí que la lengua trataba de abrirse paso para llegar a la hendidura totalmente anegada, suspire, gemí casi con desesperación: ansiaba que la lengua me penetrara. Y lo hizo, apartando pelos y labios hasta llegar a los jugos que la rebosaban. Escuché como los bebía, y descubrí la delicia suprema del amor entre mujeres. La lengua, ¡ah, esa bendita lengua que todas tenemos!, lamió y lamió, pero bastaron unos cuantos lengüetazos para que el nuevo y más potente y prolongado orgasmo me hiciera viajar hasta las estrellas viviendo el placer supremo que siempre provoca una lengua inteligente metida en mi pucha. Acezando sin control, gimiendo casi lastimeramente, estremeciéndome sin cesar, deseé lamer la concha de mi amada, era un deseo desesperado, insistente, que exigía una pronta satisfacción. Por eso, cuidando que la lengua profundamente metida en mi concha no se saliera, me fui dando la vuelta para alcanzar la pucha tan anhelada. Al acercarme, ella abrió los muslos sabiendo cual era la intención de mis movimientos. Cuando lo hizo, los divinos olores de la pucha llegaron a mi nariz y eso hizo que, conjuntamente con la lengua sabia que estaba lamiendo mi clítoris bien parado, desencadenara otro fabuloso orgasmo, y ella se estremeció con solo percibir mi aliento en su pucha, orgasmo que se le prolongó cuando mi lengua logró meterse en la sabia que empapaba la preciosa pepa de mi amada. Y, por primera vez, probé el néctar de los jugos de una pucha caliente, ¡carajo, la delicia incomparable de los jugos vaginales! Y así, sin saberlo, nos pusimos en la posición ideal para amarnos mutuamente, con nuestras lenguas yendo y viniendo por la hermosa y anegada extensión de nuestras puchas, deteniéndose donde saben las lenguas que hay que permanecer por más tiempo, en nuestros clítoris que no dejaban de gozar, gozo que nos hizo gritar sin importarnos que el enfermo pudiera escucharnos. El acabose fue cuando nuestros inquietos dedos se pusieron a recorrer el resto de la espléndida taja que va del culo a la pucha y llegaron al culo precisamente. Allí, por la experiencia ya tenida, acariciaron uno y otro culo haciendo que se fruncieran cariñosos, deseosos de ser penetrados, cosa que ella logró primero al meter su índice hasta que los nudillos chocaron con los borde de mi culito penetrado. Los míos no tardaron en meterse en su totalidad; primero fue uno, y luego dos los dedos de cada una metidos en el culo de la otra… y se inició un autentico e instintivo mete y saca, con lo que nos trasladamos a las galaxias del placer incomparable de mamar y ser penetradas por el culo por los dedos cariñosos de nuestra amante. Luego de no sé cuantos orgasmo interminables, jadeando profundamente, nuestros movimientos de lengua, manos, nalgas y de nuestro cuerpo, cesaron. Continuamos una sobre otra, con las lenguas y los dedos en los preciosos y sensibles plazas que ocupaban. Fue ella la que se recuperó primero. Estaba encima. Poco a poco retiró su lengua, y al hacerlo fue lamiendo los jugos derramados, hasta los de los muslos recogió con su maravillosa leng
ua; con la misma lentitud, fue volviéndose para venir a besarme primero, y después completar mi aseo lamiendo los jugos propios y la saliva que bañaban mi mentón, los labios y hasta en las mejillas encontró sabrosos líquidos vaginales propios y saliva ajena, para terminar besándome con ternura fantástica, ternura que nunca había sentido, ni siquiera sabía que esa ternura tan colosal pudiera expresarse en estos fabulosos momentos del amor espiritual, casi exclusivamente espiritual. Ella continuó siendo la guía y dijo:
– Amor, amorcito tan querido… ¡Ay, mi amor, qué fantástico es amar… amarte así, con el cuerpo y el corazón henchido de pasión! ¡Qué delicia de caricias!. ¡Qué maravilla de lamidas y… ¿mamadas?, crees que se puede hablar de mamadas? – yo, sonriente, profundamente amorosa, francamente enamorada de mi suegra, sonriendo asentí, sin hablar. Creo que el asentimiento estuvo pletórico de amor, lo digo porque ella estalló en llanto, diciendo, ¡Estoy plenamente convencida de que me amas, que nos amamos! Y nos besamos de nuevo, pero esta vez la intencionalidad consciente del beso fue… expresar nuestro amor. Luego del largo beso, me acarició con su mano todo el rostro, delineándolo con ternura inmensa, y dijo:
– Debemos… – se carcajeó – volver con nuestro enfermito. ¿No crees? No quisiera que este maravilloso momento se acabara… pero… tenemos que ser prudentes y, aunque no nos guste, ser cuidadosas haciendo esfuerzos para guardar las apariencias, ¿no crees?
– Sí mi amor, sí, lo que tú digas, lo que tú desees. ¿Sabes una cosa?, pues… ¡te amo muchísimo, creo que desde que te conocí te amé casi con desesperación. Por esto, nuestra decisión de manifestar nuestro amor con las fabulosas y placenteras caricias, lamidas y mamadas que nos dimos, es el complemento que no sabía, pero que deseaba, darte en muestra de mi amor… ¡Gracias, mi amor, gracias por tu ternura, y por las hermosas manifestaciones de amor que esta noche me has dado!. Nos besamos largamente con todo el amor, la pasión y la ternura que una amor como el que estaba naciendo, merece. No me casé. Mi novio murió dos meses después del nacimiento del tierno amor que nos profesamos hasta la fecha, mi amada Anaís y yo. Para finalizar, dos cosas: Primera: mi amada me desfloró, con sus dedos primero, después con un consolador que metió hasta el fondo de mi vagina. Debo decir también, que prefiero sus dedos y su lengua a los consoladores, mismos que casi nunca usamos. Y, segundo, desde que somos viudas las dos, vivimos juntas gozando un amor incomparable, ojalá interminable.
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Autor: Linda
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