El verano llegaba a su fin pero decidió extinguirse con una fuerte ola de calor. La temperatura durante todo el día era realmente extrema y el viento de poniente aumentaba la sensación de sequedad. En las playas, al menos, los chapuzones en el mar ayudaban a pasar la canícula. A las ocho de la tarde el sol apagaba su furia, pero la brisa se resistía a acudir y la humedad se hacía notar, pesada, sobre Alma, que leía, aburrida en el sofá, haciendo tiempo antes de preparar la cena para toda la familia.
La bata veraniega, amarilla y muy fresca, se pegaba a su cuerpo y marcaba las curvas de su maduro y bonito cuerpo. A sus 45 años, Alma tenía ya dos hijos adolescentes pero se obstinaba en conservar una forma física más que aceptable. Después del trabajo no tenía ni tiempo ni ganas de acudir a gimnasios, así que una alimentación sana y una salida a correr de vez en cuando era todo lo que la ayudaba a mantenerse en forma. A pesar de todo sabía que todavía la deseaban: siempre había tenido habilidad para leer a los hombres y sus miradas eran tan evidentes que decían más de lo que hablaban. A estas alturas de la vida, lejos de incomodarla, empezaba a gustarle que la miraran con lujuria.
Su marido había agotado las vacaciones en julio y durante el mes de agosto sólo aparecía por el apartamento de la playa durante los fines de semana, cuando el trabajo lo permitía. Durante todo el verano, Alma compartía el apartamento con sus padres y sus hermanos pero nunca coincidían todos a la vez, excepto algún domingo de julio. Aquella semana, sin embargo, su hermano y la hija de éste les acompañaban: su cuñada Dámaris acababa de tener un hijo, se había mudado a casa de sus padres para que la ayudaran y no tenía ganas de viajar con un bebé tan pequeño. Andrés, ocho años menor que Alma, había decidido visitar a su familia y pasar unos días de playa con su hija mayor, de cuatro años. En ese momento, abuelos y nietos paliaban el sofocante calor bañándose en la playa y nunca subían antes de las 20.30 h., cuando Alma los avisaba para cenar.
Andrés hablaba por teléfono con su mujer en la otra habitación y, aunque Alma no entendía las palabras, estaba claro que discutían. Cuando colgó, entró en el salón y estampó el móvil violentamente sobre la mesa.
- ¿Problemas? – preguntó Alma con precaución.
- ¿Problemas? No, sólo uno: ¡Dámaris es el problema! – refunfuñó Andrés.
- ¡Vamos, vamos! – Alma dejó el libro en el sofá y se levantó para abrazar a su hermano, que le devolvió el abrazo. Le dio un beso en la frente mientras lo apretaba contra su pecho y, cuando él le sonrió, Alma le dio un coscorrón por sorpresa.
- ¡Ay! ¿Por qué has hecho eso?
- Tienes que tener paciencia con tu mujer. ¡No hace ni dos semanas que dio a luz! ¡Necesita cariño, no preocuparse por otro niño grande!
- ¿Sí? ¿Y por qué no ha venido, entonces? ¿Cómo le doy cariño? ¿Por teléfono?
- ¡Pues sí! Tú sabes que no había más remedio. Tu hija está mejor aquí, con sus primos, y tu mujer está más tranquila en casa de sus padres, es normal. Venga, tonto, ¿te traigo una cerveza? ¡A ver si te refresca los ánimos!
- ¡Qué esté fresquita! – gruñó Andrés, frotándose el coscorrón.
Alma volvió de la cocina con dos latas de cerveza, unos cacahuetes y una bolsa de patatas fritas. Los vasos los cogió del armario del salón, de una alacena debajo del televisor. El piso no tenía mucho sitio y se aprovechaban todos los rincones. Cuando se volvió hacia su hermano, éste bajó la mirada, ruborizado. Alma comprendió en seguida: seguro que Andrés le había estado mirando el culo. Doblada por la cintura para coger los vasos, la tela pegada a la piel por el calor habría dibujado con exactitud sus hermosas formas. El hecho de llevar puesto un fino tanga bajo una tela tan poco opaca hizo que ella también se ruborizara: debía de haberla estado mirando como si estuviera totalmente desnuda. Dejó los vasos sobre la mesita del salón, junto a los sofás y el sillón, y esta vez se fijó en Andrés. Como imaginó, su hermano dirigió la vista inevitablemente hacia el interior de su escote y Alma se demoró lo suficiente como para que Andrés notara complacido que su hermana no llevaba puesto el sostén. Dejó bailar sus pechos unos momentos antes de sentarse en el sofá frente a su hermano y no pudo evitar sentir húmeda su entrepierna. Advirtió, divertida, que le preocupaba que su hermano pudiera notar el olor.
Al mismo tiempo, Alma estaba sorprendida por el arrobo de su hermano, que volvió a desviar la vista, involuntariamente avergonzado después de repasarle los pechos. ¡Qué raros son los hombres!, pensó. Tanto ellos dos como su hermana mediana y sus padres se habían acostumbrado a ver sus cuerpos desnudos desde que nacieron y nunca se miraron con extrañeza, vergüenza o deseo. ¡Eran su familia, caramba! ¿Por qué ahora la había mirado Andrés como cualquier extraño? Bueno, también ella se había mojado las bragas, quizá no fuera Andrés tan raro al fin y al cabo…
Andrés abrió su cerveza y echó un largo trago. ¡Joder, sólo me faltaba esto para acabarlo de arreglar!, pensó – ¡Dos meses sin sexo con Dámaris y ya me pone caliente hasta mi hermana!, bufó Andrés. Cuando Alma cogió aquellos vasos, Andrés no pudo evitar seguirla con la vista y, cuando su hermana se agachó, su culazo quedó totalmente a la vista bajo esa bata invisible. ¡Si hasta le he visto la etiqueta del tanga! – pensó Andrés con los ojos como platos – ¡Coño, y no lleva sostén! ¡La madre que me parió, qué tetas más buenas ha tenido siempre! A ver si se va a dar cuenta y me mete otro coscorrón – se ruborizó – Cogeré una patata…
Divertida y excitada, Alma decidió seguir jugando un poco con su hermano: se sentó en el borde del sofá para abrir su lata y dejó, descuidadamente, las piernas levemente abiertas; con la bata a medio muslo, no le sería difícil a Andrés mirarle las bragas y quería comprobar si él le apetecía mirar. La primera patata que cogió Andrés, se la llevó con un vistazo bajo la falda de Alma. ¡Qué previsibles son!, pensó ella.
- Vamos, dime qué te pasa. Y no digas que nada, porqué sé que te pasa algo. Te conozco.
- ¡Nada, de verdad! –dijo, aunque, ante la ceja levantada de su hermana, se apresuró a añadir- Es sólo Dámaris…
- ¡Pero ya hemos hablado de eso, hombre! –replicó ella, dando un sorbo directamente de la lata, despacio, cuidando de no derramarla. Cada vez que lo hacía, se cuidaba de abrir un poco las piernas y Andrés podía apreciar durante unos nerviosos segundos cómo abultaban los labios vaginales de su hermana debajo del minúsculo tanga. De igual manera, Andrés fijaba la vista en su escote cada vez que ella cogía una patata o se entretenía pelando unos cacahuetes; la piel de sus pechos, más blanca que el resto por el bikini, lo atraían y forzaba la vista, como si de esa manera hubiera podido llegar más lejos, hasta verle los pezones. Los de su mujer eran el doble de grandes por la subida de la leche pero los de su hermana eran preciosos aunque un poco caídos y le acababan de provocar una leve erección, que lo avergonzó. Intentó disimular con un rápido gesto, acomodándose el paquete.
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