Lo que voy a contar es totalmente real. Sucedió hace unos años. He cambiado sólo algunos nombres y datos para proteger la privacidad.
Soy contador en un pueblo del sur. La historia que aquí relato ocurrió cuando yo tenía 35 años, y llevaba unos meses divorciado de mi primera esposa. Atendía mi estudio contable y dictaba clases en una escuela secundaria.
Sin falsa modestia, debo decir que siempre fui un tipo atractivo, y los años y la experiencia fueron haciendo que aprendiera a sacar provecho de esa condición. No soy muy alto ni musculoso, pero tampoco petiso. Siempre hice deportes exigentes, estando en un óptimo estado físico. Mi pelo castaño claro (que casi no se me ha caído nada todavía, pasando los 50), y mis ojos verde mar siempre fueron mis cartas ganadoras a la hora del levante.
En mi actividad docente, siempre tuve cuidado con eso. Las chicas ahira llegan a 5° año con un nivel de experiencia sexual y una desinhibición que eran inimaginables cuando yo tenía esa edad. Más de una vez adiviné las sonrisitas y miradas especiales que más de una alumna me dirigía. Sus cruces de piernas en minifaldas en las primeras filas de bancos, nunca eran inocentes. Pero yo no quería problemas con eso. Sabía que las consecuencias de cualquier malentendido serían desastrosas para mi reputación personal y profesional. De modo que iba y daba mi clase con toda seriedad y poniendo cordial pero firme distancia entre los alumnos y yo.
Hasta que un día vino ella. Se llamaba Ximena. Casi no conocía su voz. Se sentaba en el fondo del aula, tomaba apuntes, pero si yo no le preguntaba algo directamente, nunca levantaba la mano para responder una pregunta general. No muy alta, de cuerpo rellenito aunque estaba lejos de ser gordita, pelo rubio oscuro a mitad de la espalda, ojos color miel, algunas pecas, labios gruesos y una sonrisa enorme.
Durante un recreo, mientras yo estaba en la galería de la escuela revisando papeles, se me acercó con un trabajo práctico que les había dado. Me dijo «-Profe, la verdad es que no sé ni por dónde empezar con esto. ¿Usted me puede ayudar un poco?-«. Le respondí: «-Mirá, ahora ya tengo que entrar a otra clase y después tengo una mañana bastante complicada. ¿Querés pasar por mi oficina a la tarde?-«. Dijo que le parecía perfecto, de modo que acordamos que iría después de las 19, cuando ya cerraba al público y mi secretaria ya se retiraba, para poder ver con calma cuáles eran sus dificultades.
Esa tarde de Noviembre, calurosa, apareció a la hora convenida vestida con un vestidito blanco sin mangas, hasta un poco más arriba de la rodilla. Pude adivinar que no llevaba corpiño. Y me di cuenta de que esa chica de 17 años, que casi podría ser mi hija (pero no lo era), era toda una hembra. Yo llevaba varios meses divorciado, ocupado en mi trabajo, sin mucho tiempo para diversiones. Pero era todavía joven, y aunque había tratado de no pensar en ello, necesitaba cada vez con más urgencia algo de sexo. Ver a Ximena con ese vestido, su encantadora sonrisa, su delicado perfume, y su escote que fugazmente divisé cuando la besé en la mejilla al saludarla, me provocaron una erección casi dolorosa de tan dura. Pero supe controlar la situación, y me mantuve serio y formal.
Nos sentamos cada uno en un sillón que tengo en mi despacho, y comencé a preguntarle por sus dificultades con el trabajo práctico, qué era lo que más le costaba entender, etc. Después de unos minutos de intentar algunas formas de explicarle los temas que debía responder, me di cuenta de que me miraba fijamente, pero que no estaba prestando atención a lo que le decía. Le pregunté entonces: «-Ximena, ¿Me estás entendiendo?-«. Sonrió una vez más con esa boca increíble, y me dijo: «-¿La verdad?… ¡Ni una palabra!… ¡Estás tan bueno que me desconcentro!-«. Ahí entendí que en realidad ella lo tenía todo calculado. No eran casualidad ni su «dificultad» para el trabajo, ni su vestido corto, ni su perfume. Ella quería aprobar la materia, y sabía perfectamente cómo conseguirlo. En cuanto me recuperé de mi sorpresa, le dije: «-Vos sabés que si vos y yo hacemos algo que no sea estudiar, y si se llega a saber, vamos a tener problemas. Vos podés terminar fuera de la escuela, y yo preso… ¿Lo entendés. Ximena?-«. Sonrió de nuevo, y me dijo: -«Vos lo dijiste… Si se llega a saber…!. Pero yo no lo voy a contar. ¿Vos sí?…-»
La situación no daba para más. Agarré los cuadernos, los puse sobre el escritorio, me paré frente a ella y le dije: «-De economía no sabés nada. Pero estoy seguro de que hay otras cosas de las que sí sabés y mucho!..». Desabroché mi pantalón y se levantó frente a su carita mi verga durísima, hinchada, venosa… Ella me miró a los ojos, la rodeó con sus hermosos labios, y empezó a lamer y chupar como una experta. Yo había tenido novias, esposa, amantes, decenas de prostitutas. De muchas de ellas no recuerdo ni la cara ni el nombre. Pero nunca podré olvidar los ojos de Ximena clavados en los míos, nublados por las lágrimas que le provocaba mi pija chocando contra su garganta. Mientras me mamaba, me fui sacando la ropa y quedé desnudo frente a ella. Ella, todavía con su vestido puesto, chupaba con desesperación mientras con sus manos apretaba mis nalgas, firmes y duras.
Siempre tuve mucha resistencia, y control sobre mi eyaculación. Era -sin agrandarme- un muy buen amante. Y lo sigo siendo, aunque ahora de vez en cuando la píldora azul tiene que ayudar un poco.
Cuando ya advertí que ella estaba un tanto agotada, la hice poner de pie, deslicé mis manos debajo de su vestido y le saqué la tanga. Blanca, de encaje, preciosa. La sentí muy húmeda. Con un rápido movimiento la acosté en el sillón de tres cuerpos, y busqué su conchita con mi boca. Efectivamente estaba toda mojada. Tenía un vello claro, ralo, muy bien cuidado. Mi lengua experta recorrió todo su contorno mientras ella se retorcía y jadeaba. La aferré firmemente de las caderas, y con la punta de la lengua recorrí su clítoris. Empezó a gemir y a decirme con la voz entrecortada «-¡Por favor cogeme!… ¡Quiero que me hagas tuya!… ¡Haceme lo que quieras!.. ¡Soy toda para vos!…». Fui subiendo de a poco, bajé los breteles de su vestido, y lamiendo sus pezones rosados y paraditos apoyé la cabeza de mi verga en su concha húmeda y ardiente. Ella abrió sus piernas con la flexibilidad de sus 17 años, me abrazó con fuerza y lanzó un largo gemido cuando mis 20 cm atravesaron su apretado anillo. En unos pocos movimientos, tuvo un orgasmo explosivo, gritando «-¡Siiiiiiii!». Yo sentí esa maravillosa, indescriptible sensación que nace en lo más profundo de la masculinidad, cuando ya es imparable la eyaculación. Embestí con todas mis fuerzas, sintiendo el choque de mis bolas en sus glúteos, miré sus ojazos ansiosos y afiebrados, y alcancé a decir: «-¡Tomá la leche, mi amor…!»… Tres o cuatro chorros interminables de semen la inundaron. Cuando recuperé la conciencia y la respiración, y me di cuenta de que acababa de cogerme a una alumna, menor de edad, y que de su concha salía mi leche a borbotones, tuve algo de miedo. Pero su sonrisa y su beso de despedida me tranquilizaron. Todavía hoy de vez en cuando nos vemos en la calle y me dedica una sonrisa.
Maso menos ni tan buena
buena historia. lastima que no se repitiera