He de reconocer que estoy obsesionado con los culos. Bueno, obsesionado tal vez sea demasiado decir, pero sí que es cierto que el culo es una de las partes de la anatomía femenina que más me impresiona. Aunque ya me imagino que es algo que les pasa a la mayoría de los hombres.
La verdad es que, de culos, me gustan casi todos. Esos rotundos y carnosos que te están diciendo a gritos «cómeme, cómeme», o esos pequeñitos y duritos, que casi te caben en la palma de la mano, o esos culos que tienen algunas mujeres negras, tan levantados y prominentes; culos negros, culos morenitos en los que no se nota ni la marca del tanga, culos grandes y blancos, como de nata, culos con la piel de melocotón, culos adolescentes tan tersos e inmaculados, culos rampantes y desafiantes de potras en celo permanente, culos tan apretados que necesitarías una taladradora para encularlos, culos abiertos, que te enseñan indecentes su agujerito, lo ofrecen a tu lengua, a tus dedos, a tu polla; culos que marcan pantalones casi hasta hacerlos reventar, culos que se asoman insinuantes por debajo de cortísimas minifaldas, culos, culos… Hasta me gustan los culos caídos de las mujeres en su mediana edad, culos con historia, culos en los que puedes leer las pasiones secretas de sus poseedoras…
He de confesar, por otra parte, que pese a esta mi admiración por los culos, el mantener lo que se dice una «relación seria» con uno de ellos no me sucedió hasta hace unos meses. Con las novias con las que salía -incluida el putón verbenero de Esperanza- la verdad es que a ninguna le apasionaban demasiado mis atenciones anales. Y lo mismo sucede con Cristina, mi mujer, que tampoco es algo que le atraiga.
Sí que le gusta, y mucho, que le mordisquee suavemente las nalgas, e incluso que le lama y le chupetee el agujero, pero lo de introducir algo ya resulta más problemático. Lo hemos hecho algunas veces, cuando me he puesto burro insistiendo o cuando en medio de la calentura me he lanzado a por todas, pero noto que, por muy dilatada y lubricada que esté, le sigue doliendo demasiado y no le da ningún placer. En fin, tampoco me preocupa. Hay miles de sitios en su cuerpo con los que jugar y divertirse.
Por eso, mi «relación cular más especial», si lo podemos llamar así, me ha sucedido con Carmen, una estupenda amiga. Si habéis leído algún otro de mis relatos (como «Fin de semana», por ejemplo) ya sabréis que Carmen es una íntima amiga de mi mujer y que da la casualidad que trabaja en mi mismo despacho. Solemos salir juntos los fines de semana bastante a menudo y la verdad es que yo siempre he tenido múltiples fantasías en las que nos lo montamos entre los tres: ya podéis imaginaros la de pajas que me hago con esta temática. Pero nunca habían pasado de fantasías…
Carmen no es que sea un monumento, sino simplemente una chica normal, con su atractivo centrado más en su simpatía y en su inteligencia. Y en su culo, por supuesto. Es de esos con forma de pera de agua -listo para hincarle el diente, de tan jugoso-, ancho y redondo en la base, que se estrecha rápidamente hacia su fina cintura. Sus tetas tampoco están nada mal, bastante gorditas y muy suaves, con unos pezoncitos pequeños que apuntan hacia los lados, cada uno en una dirección.
Entre Carmen y yo, durante mucho tiempo, no pasó nada, obviamente. La tenía bien calibrada, por supuesto, pero tampoco es que yo sea un salido que vaya por ahí tirando los tejos a la primera que pasa y menos si es una amiga que también lo es de mi mujer.
La cosa, sin embargo, cambió durante una salida al campo que hicimos Cristina y yo con ella y en la que nos estuvo espiando mientras hacíamos el amor, una situación que a mí me puso a mil, especialmente porque ella llegó a saber que yo la había descubierto. De hecho, cuando después nos encontramos en el trabajo, yo notaba que mi presencia la violentaba un poco.
Al poco tiempo, por suerte, tuvimos una cena de esas de empresas que cambió la situación. Se reunían diversas del mismo sector, con motivo de la celebración de una feria y yo no tenía ningunas ganas de ir, pero el jefe nos obligó a los dos, ya que &eacut
e;l se había cogido una oportuna gripe.
Ya te puedes imaginar cómo era aquello de la cena: un salón enorme, lleno a rebosar de ejecutivos y comerciales y todas esas mandangas, charlando unos con otros, bebiendo, fumando, engullendo… Un aburrimiento, vaya. Por suerte, allí estaba Carmen para hacerme compañía, los dos con la intención de quedar bien con los organizadores y largarnos rápidamente tan pronto como pudiésemos.
Durante la cena, un tipo gordo que se sentó al lado de Carmen, y al que no conocíamos de nada, no paró de darle la paliza hablando y hablando y hablando… Si hubiera sido a mí, le hubiera dicho cuatro frescas al pesado aquel, para que se callase, pero ella es una persona muy educada y aguantó aquel torrente verbal con su mejor cara de póker.
Lo que sí hicimos los dos, y a base de bien, fue darle al vino que los camareros no paraban de escanciarnos. Yo me animé bastante, la verdad, y ella más todavía.
Ya estábamos en el café y el pesado continuaba con su bla-bla-bla, intentando acaparar la atención de Carmen. Ella estaba un poco vuelta hacia él, haciendo como si le escuchara, por lo que a mí me daba en parte la espalda y no le veía la cara. Yo estaba de lo más aburrido, la verdad. En un momento dado, harto ya, me entró el arrebato y decidí ponerle un poco de picante a la cosa. Sin pensármelo dos veces y olvidando definitivamente la amistad que Carmen tiene con mi esposa, coloqué mi mano sobre su muslo, por debajo de la mesa, con el mayor disimulo que pude.
Con el corazón latiendo con fuerza, me quedé quieto, esperando su reacción. Imaginaba que lo menos que haría sería darse la vuelta y mirarme con cara sorprendida. Pero no dijo nada, ni siquiera se dio por enterada. Viendo que no pasaba nada, muy lentamente, moviendo los dedos, empecé a subirle la falda, arrugándola bajo la palma de mi mano, hasta que las puntas de mis dedos notaron sus medias. En ese momento sí que me esperaba ya que se diera la vuelta y que me soltara un par de tortas, pero ella continuaba como si nada.
Acaricié su pierna muy despacio, con un ligero movimiento circular, sintiendo la suavidad de la seda hasta que, de repente, la media se terminó y noté su piel. Guau, pensé, seguro que lleva ligueros. Ahí sí que reaccionó Carmen y, también con disimulo, desplazó su mano para ponerla encima de la mía y, con un apretón, me indicó clarísimamente que tenía que detener mi avance. Así lo hice, retirándome.
Al poco terminamos, nos despedimos de los demás y nos levantamos con la intención de irnos. Yo estaba rojo como un tomate, pero ella no me dijo nada, ni siquiera me miró más allá de un momento. Fuimos juntos al guardarropa pero allí me encontré con unos conocidos, a los que tuve que saludar ineludiblemente y me quedé un ratito charlando con ellos.
Carmen, ya con su abrigo, se dirigió hacia la puerta y salió del restaurante. Me deshice de aquellos inoportunos tan rápidamente como pude y después salí al exterior. No la veía por ninguna parte. El salón de banquetes donde habíamos cenado está rodeado por unos jardines cerrados y, allá al fondo, al final de un corto paseo, distinguía la reja que se abre a la calle. Pero de Carmen, no veía ni rastro.
Avancé por la alameda tenuemente iluminada, preguntándome dónde se habría metido porque, si no es que hubiese echado a correr, era imposible que ya estuviera fuera. De pronto, la vi apoyada en un árbol, semi escondida en la penumbra. Me acerqué a ella, dispuesto a pedirle disculpas por lo que había pasado, pero ella no me dejó ni hablar. Me cogió fuerte, me abrazó y con sus labios cerró los míos.
«¡Cuánto has tardado en decidirte!», me dijo por fin, cuando nos separamos de aquel primer beso, jadeando por la falta de respiración. Aunque todo aquello lo hubiese iniciado yo, me sentía mareado y confuso y no podía creerme lo que estaba pasando: la sorpresa había sido total. Pero ella no vaciló, ya que me empujó más adentro de la espesura, donde nadie nos viese, y volvió a apretarse a mi, sus manos rodeándome el cuerpo, su boca en la mía, besando, en mi cuello, lamiendo, sus uñas en mi espalda. Un impulso loco me llevó a mí también a pegarme a ella más aún, abrazarla,…
Mis manos se llenaron con sus nal
gas, las apretaron, las masajearon por encima de la falda, hasta que, rápidamente se la subí y pude sentir su suavidad, su rotundidad.
Efectivamente, llevaba liguero y un finísimo tanga, y mis dedos se enredaron en las cintas de tela buscando su piel, su vello, pude sentir la calidez de la raja de su culo y, con la punta de mi dedo medio, la humedad de su sexo. El mío estaba ya encabritado, refregándose por su vientre. Ella lo notó y metió su mano por mis pantalones hasta capturarlo. Me lo acarició mientras yo seguía jugando con mis dedos en su trasero, pellizcando, frotando. Todas mis fantasía se estaban haciendo realidad y la verdad es que, en aquel momento, me olvidé completamente de Cristina, que podría haber estado en otro planeta. Me desabrochó el pantalón y mi polla escapó ávida hacia el exterior, pegándose aún más a su cuerpo, por sobre de su falda. Me desabrochó parcialmente la camisa, algún botón saltó por los aires y entonces fue ella la que pasó sus manos por mi espalda y exploró mi culo, me lo abrió firmemente con las dos manos e, inopinadamente, me introdujo un dedo en el ano mientras me mordía un pezón.
Fue sentir aquella cosa dentro de mí y el tener la polla súper sensible refregándose en el suave tejido de su falda, que exploté en un orgasmo que le llenó la ropa de leche, manchando su falda, su blusa. Me quedé temblando, recostado sobre ella, aplastándola contra el árbol. Poco a poco me deslicé hacia bajo, mordiéndole los pechos, notando el olor y la humedad de mi corrida en su ropa. Casi arrodillado, le levanté la falda todo lo que pude y acerqué mi boca hacia su sexo, con la intención de comérmelo.
Ella apretaba fuerte mi cabeza contra su entrepierna, jadeando al sentir mi lengua explorando por entre el tanga, buscando, lamiendo… sus labios, su clítoris, metí un dedo en su vagina, retorciéndolo suavemente, sin dejar de chupar, con ritmo, con pasión, hasta que ella también se corrió, su humedad bajó por sus muslos empapando mi cara, mi barbilla, mi cuello…
No habíamos tenido bastante. La pasión contenida durante tanto tiempo y desatada de aquella manera tan fortuita nos había nublado la mente. Sólo pensábamos en follar y nos decidimos a ir a un hotel. Muy cerca había uno, desde donde estábamos veíamos sus luces. Riéndonos, tocándonos, parándonos para besarnos y magrearnos, nos dirigimos allí y pillamos una habitación. El recepcionista era todo un profesional, y no dijo nada al ver nuestra ropa arrugada, manchada por la hierba, los lamparones en la falda de Carmen. Eso sí, nos cobró por adelantado.
«Veo que tienes el culo muy sensible», me dijo Lola, ya instalados en la habitación, otra vez pegados nuestros cuerpos, allí en pié, sin siquiera habernos quitado los abrigos. «Ha sido meterte un dedo y correrte… mira cómo me has puesto». Le dije que lo sentía, que no sabía lo que me había pasado, suponía que todo el vino que habíamos bebido y la excitación de esa aventura tan extrañamente iniciada… Carmen me miró y me mandó callar, diciéndome que después ya habría tiempo más que de sobra para analizar lo que estaba pasando. Me quitó la corbata, me desabrochó el cinturón y me quitó la camisa y los pantalones, todo sin dejar que yo le tocara su ropa. Se veía claramente que ella quería controlar la situación…cosa que a mí me encanta.
Me hizo arrodillar allí mismo y, acercando su vientre a mi boca, me obligó a lamer los restos de semen que aún quedaban en su falda. Mis manos corrieron a sus muslos, que se abrieron permisivos, y pude tocar la humedad de su sexo con las puntas de mis dedos. Desabroché la falda, que cayó abierta a mis rodillas y contemplé a placer la imponente figura de Carmen, con sus medias, sus ligueros y su tanga absolutamente mojado.
Ella misma apartó la fina tela y cogiéndome como antes por la cabeza, condujo mi boca a su entrepierna, que lamí y chupeteé escuchando sus gemidos. No quiso terminar. Suavemente y cogiéndome de la mano, me condujo hacia la cama y me obligó a tenderme boca arriba Yo me quedé fascinado viendo la figura que se erguía sobre mí, aún con sus medias y su liguero pero ya sin nada más. Sus pechos se bamboleaban, gordos y carnosos, por encima de mis ojos, con esos pezoncitos tan gr
aciosos que ya he descrito, apuntando cada uno en una dirección. Me incorporé un poco y se los mordisqueé, notando cómo se alargaban y se ponían duros entre mis dientes.
Cuando se cansó de que le trabajara las tetas me empujó de nuevo a mi posición tendida y, sin saber de dónde lo había sacado, me puso un preservativo con una gran agilidad, empuñando mi miembro con su mano izquierda y deslizando la goma suavemente con la otra. Hecho esto, sin soltarme la polla, se abrió su sexo y se sentó sobre mí, absorbiéndola completamente hasta el fondo con la primera metida. Con un ímpetu que no le hubiera imaginado me cabalgó entre gritos y jadeos, hasta que se corrió y se derrumbó sobre mí, aplastándome la cara con sus pechos, que quedaron de nuevo a merced de mis labios. Ni qué decir tiene que yo me había ido ya a mitad de su cabalgada, aunque había podido mantener la erección hasta que ella se vino.
Cuando se recuperó un poco, me obligó a tenderme boca abajo y después me pidió que levantara las piernas, quedando un poco arrodillado y mostrándole mi culo. Aprovechó para quitarme el condón, que quedó sobre las sábanas, manchándolas con el esperma que se le escapaba.
-«Veamos tu botoncito mágico», me dijo, y abrió mis nalgas usando sus dos manos, como si fuera una sandia, para meter su lengua en mi ojete. Sentirla allí lamiendo fue suficiente para que me empalmara como un bendito, cosa que me causó una gran sorpresa, ya que tanta potencia en mí mismo es bastante rara. La erección, sin embargo, aún se me puso más dura cuando noté cómo acariciaba mis huevos muy suavemente usando sus largas uñas, todo ello sin dejar de chuparme y de meterme la lengua todo lo dentro que mi dilatación le permitía. Sus uñas llegaron a mi pene y lo recorrieron con suavidad, erizándome todos los vellos del cuerpo y consiguiendo que se pusiera duro como una roca. Lo masajeó bastante, pero sin permitir que yo me corriera: aunque me latía con fuerza y soltaba gotitas de líquido preseminal, lo único que la zorra de Carmen pretendía era volverme loco.
Cuando pensó que ya estaba bastante preparado se arrodilló en la cama, a mi lado, y ahí sí que me llevé la sorpresa: «Quiero que me encules», me pidió con una vocecita de esas que te parten el alma y mientras me miraba fijamente a los ojos.
Naturalmente, me dispuse a cumplir sus deseos, aprovechando que, con la polla que se me había puesto, podía taladrar lo que fuese. Ella, antes, me colocó otro preservativo, para pasar seguidamente a poner su culo en pompa, ofreciéndome una de las visiones más bellas que puede contemplar un mortal en todo el universo.
Dejaros de puestas de sol en el trópico, de galaxias de colorines en el espacio infinito y de mandangas de cualquier tipo: el gran culo de Carmen, allí delante de mis ojos, abierto sugerentemente, con los pelitos de su coño y de su perineo enmarcando un ojete sonrosado y suave, es algo que no se puede comparar con nada. Y ese liguero tan pitiminí que llevaba aún me ponía más… Fui yo entonces quien se lanzó a chupar y lamer como un condenado a muerte, metiendo primero la lengua y después un dedo y dos… todo alternándolo con frecuentes caricias a su coño y a su clítoris, que estaba grande y caliente por el polvo reciente. Su agujero se fue agrandando, dilatándose, permitiéndome ver las oscuridades de sus entrañas.
Por fin empuñé mi polla y, muy poco a poco, la fui metiendo por su culo. Ella gemía y se retorcía, aunque sus grititos quedaban ahogados por la almohada donde descansaba la cabeza. Presa de la excitación, le palmeé las nalgas y las corvas y le abrí los cachetes del culo para facilitar la entrada, hasta que llegué al fondo. Me quedé allí un momento, sintiendo palpitar mi polla en lugar tan estrecho y caliente, y después la saqué poco a poco.
La puntita del condón tenía una marca de mierda, la señal de haber tocado la meta, pero eso no me importó nada: al contrario, me excitó aún más y se la volví a meter, ahora mucho más rápido. Me apoyé sobre su espalda y mis manos viajaron de sus corvas, donde habían estado presionando para facilitar la maniobra de anclaje, hasta su sexo, primero, y a sus pezones, después, acariciando, frotando, pellizcando… Mi ritmo aumen
tó, contrarrestado por el movimiento de vaivén de su grupa, y sus gritos de placer ascendieron en progresión geométrica, hasta que los dos nos corrimos, esta vez sí, al mismo tiempo.
Sofocados, cansado, sudorosos, nos dejamos caer sobre la cama con mi polla aún dentro de su amoroso agujero. Mi pene iba empequeñeciéndose por momentos y, supongo que para evitar que el condón le quedase dentro, Carmen dio un tirón y lo expulsó. Yo me quedé medio grogui, pegado a su cuerpo mojado, sintiendo profundamente su olor de sexo, de hembra, el perfume de su cabello mezclado con el almizcle de la pasión, su respiración que se iba acompasando… Al rato, ya más tranquilos, me llegaron los remordimientos de conciencia ¿cómo había podido hacer esto con la mejor amiga de mi esposa? ¿Se lo iba a contar yo a Cristina? Y además: ¿cómo había podido liarme así con una compañera de trabajo? ¿Qué pasaría mañana?. Carmen me miraba por entre la mata de su pelo con unos ojos absolutamente inescrutables. Yo creo que me quería morir.
Sin embargo, lo que me dijo, siempre mirándome a los ojos, mientras apartaba indolente un mechón de su pelo que le cubría la cara, me dejó estupefacto:
-«Pues la verdad, la enculada me ha gustado más así, con tu polla, que cuando me la hace Cristina con su vibrador».
Autor: Hydrozinc