Mi suegra, al recibir el primer chorro en la boca, se apartó, pero viendo como Teresa lamía y engullía toda mi leche, se lanzó a imitarla, y entre las dos, devoraron hasta la última gota de mi esperma. La intensidad de los orgasmos nos dejó en un estado de relajación muy agradable y nos quedamos los tres abrazados en la cama, sin decir ni una palabra, durante un buen rato.
Soy de los afortunados que tiene una mujer de las que, sexualmente hablando, está dispuesta a probar nuevas sensaciones, siempre dentro de la propia pareja. Solo tengo una queja de ella, sus apetencias sexuales son inferiores a las mías en una proporción de 2 a 1. Pero hay que reconocer que cuando lo hacemos es fantástico.
La madre de mi mujer, mi suegra, es una mujer mayor, de más de 60 años y no se puede decir que sea una belleza, pero tampoco es fea, es una mujer más del montón, un poco regordeta y a la que los años han ido dejando su huella.
Pero es una buena persona y tiene un candor y una dulzura que siempre me han atraído. En cambio, mi suegro es un imbécil de los que se creen que son sabios y que por el hecho de ser hombre son superiores, además de egoísta, gandul y bebedor. Quizá por tener esos caracteres, siempre he estado convencido de que mi suegra ha tenido una vida sexual muy poco gratificante.
En los últimos 10 años la atracción que producía mi suegra sobre mí ha ido aumentando e, inconscientemente hacía cosas para intentar, no sé si, provocarla o excitarla. Al llegar o despedirse, le besaba lo más cerca posible de la comisura de los labios, siempre intentaba halagarla, no evitaba los roces cuando estábamos cerca y un día, en una boda, mientras bailábamos la apreté hacia mí durante todo el baile, para sentir sus grandes pechos en mi cuerpo.
Ella nunca me dio pie a nada, pero a mí me parecía que, a veces, le veía un brillo de excitación en los ojos, pero como que ella es muy tímida y yo también, nunca pasó nada. A mi mujer le comenté más de una vez que su madre me atraía bastante y, medio en broma, que sería una solución fantástica para poder paliar la falta de sexo que yo tenía, incluso haciendo un «menage a trois», pero de ahí no pasó la cosa.
Mi suegra venía a casa de visita siempre con el imbécil de su marido y cuando lo hacía sola, el no tardaba en llegar, pero, un día, vino sola y dijo que su marido no vendría, que había ido a hablar de negocios con no sé quién y que estaría todo el día fuera (yo supuse que era un cuento y que la verdad era que se había ido de putas, y creo que no me equivoqué) por lo que ella aprovechaba para estar todo el día con nosotros. Yo me puse bastante contento por no tener que aguantar a mi suegro, que era un pelmazo, y me dispuse a pasar un día agradable con mi mujer y mi suegra.
Estuvimos hablando de diversos temas, y a medida que iban pasando las horas, cogíamos más confianza y, al no estar mi suegro, hablamos de temas que cuando estaba él nunca salían, supongo que por que a ella le daba corte.
Empezamos a hablar de sexo con segunda intención, en tono de broma y cuando estábamos todos en la cocina preparando la comida, mi mujer le cogió los pechos a su madre, sopesándolos y diciendo «que grandes los tienes y yo tan pequeños», a lo todos respondimos con una sonrisa que llegó casi a la risa, y mirándome a mí me espetó «toca, toca» y mi suegra dijo «compara». Yo, tímidamente, cogí un pecho en cada mano y apreté con suavidad, y noté claramente como, por debajo de la ropa, los pezones de mi suegra se erguían rápidamente, dejando en el centro de la palma de mis manos la sensación de tener un garbanzo duro.
Bajo esa sensación, no pude reprimir el acto reflejo de apretar un poco mas esos pechos que rebosaban mis manos, que no eran turgentes pero si de un tacto agradable, sin llegar a ser fláccidos.
A mi suegra le subió un ligero rubor a la cara y sus ojos destellaron con un brillo especial y a mí me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. Inmediatamente retiré mis manos y continuamos charlando como si no hubiera pasado nada. Después de una copiosa comida, regada con abundante vino y unas copitas de licor después de los postres, volvimos a nuestras jocosas charlas de sexo y poco a poco fuimos derivando la conversación hacia el tema de los orgasmos.
Mi mujer empezó a decir que era lo más maravilloso del mundo y que algunos, con su intensidad, parecían quitarte el sentido, a lo que mi suegra contestó que «no era para tanto» y que ella, eso del sexo lo hacía por cumplir con su marido. Entonces, tanto mi mujer como yo, empezamos a decirle que estaba equivocada, que era fantástico y a describirle sensaciones que sentíamos los dos. A mi suegra la cara le iba cambiando, y se le ponía una cara de incredulidad, que acabó por hacerme sospechar que mi suegra ( a la que llamaremos Pepa) no sabía, a sus más de 60 años, lo que era un orgasmo.
Mi mujer (a la que llamaremos Teresa) me miraba a mí (que me pondré el nombre de Rafael) como diciéndome «¿será posible que no sepa lo que es?». Entonces le dije a mi suegra que me describiera un orgasmo, y después de mucho batallar, lo hizo. Dijo que era como un gustito que sentía a veces (no siempre, ni mucho menos) Y que algunas era flojito y otras un poco más intenso. Al oír esa descripción quedamos convencidos de que Pepa, mi suegra, no sabía lo que era un orgasmo, que toda su vida había estado sufriendo el sexo en lugar de disfrutarlo.
Entre Teresa y yo le intentamos aclarar que eso que ella sentía no era un orgasmo, que un orgasmo era algo totalmente diferente y placentero. Pepa decía que eso no se podía demostrar, que ella siempre había tenido ese tipo de sexo y que no había manera de saber como eran los orgasmos de otras personas. Entonces, yo le dije que si, que había una manera, probando con otra persona, a lo que ella respondió, riéndose, que «quién iba a quererse acostar con una vieja como ella». Inmediatamente respondí, sin pensarlo y supongo que influido un poco por el alcohol que habíamos tomado en la comida, » yo, por ejemplo».
Se hizo un silencio sepulcral en la mesa. Teresa y Pepa se me quedaron mirando pasmadas y yo noté como el rubor invadía mi cara. Todos mis deseos y sueños eróticos me habían salido por la boca. Como ya había metido la pata, antes de que reaccionaran, me dije, «a por todas», y le expliqué a Pepa que mi sueño erótico era ella y que hacía años que se lo había dicho a Teresa, lo cual ella reconoció.
Mi suegra empezó a esgrimir que eso era pecado, que no podía ser, que estaba casada y debía fidelidad, a lo que yo contesté que la fidelidad se le debe a quién se preocupa por ti, no a quién se aprovecha. Mientras, Teresa, mi mujer, escuchaba anonadada, sin decir palabra.
Entonces, dirigiéndome a ella le comenté las veces que habíamos hablado de la diferencia de apetito sexual que teníamos entre los dos, la cual yo arreglaba con la masturbación, y que esa podría ser una solución para nosotros y para su madre. Esas palabras hicieron cambiar la cara de Teresa, en la cual vi una cierta complicidad.
Entonces le dije a mi suegra si no le había gustado cuando le toqué los pechos, a lo que ella contestó con un silencioso rubor, y que si nunca había pensado en mí como hombre y no como yerno. Ella, balbuceante, me dijo, tímidamente, que alguna vez, pero sin sexo. Además, adujo que no lo podría hacer por que, al desnudarse delante de mí y verme desnudo, se moriría de vergüenza, y que yo era el marido de su hija, a la que quería mucho. Entonces se me ocurrió una idea.
Teresa, mi mujer, nunca había visto a nadie haciendo el amor, exceptuándonos a nosotros mismos en el espejo, y siempre me decía que era una cosa que le gustaría. Mi propuesta fue la siguiente: Mi suegra entraría en nuestra habitación y se desnudaría, se pondría en la cama y se taparía con la sábana, Entonces entraría yo, le pondría un antifaz de los que se usan para dormir con luz, para que no viera nada, le ataría suavemente manos y pies a las patas de la cama, para evitar que su pudor opusiera resistencia, retiraría la sábana y entonces me desnudaría yo.
Teresa entraría cuando todo estuviera preparado para poderlo ver detenidamente. Las dos se miraron a los ojos y una mirada de complicidad las unió. Me miraron a mí y casi con un susurro dieron su conformidad. Nos pusimos manos a la obra. Todos estábamos bastante nerviosos, pero la aventura merecía la pena.
Mi suegra se metió en la habitación y cerró la puerta. Yo cogí a Teresa y le dije que cuando entrara en la habitación, lo hiciera desnuda, que su madre no le vería, que si necesitaba masturbarse, lo hiciera y que si en un momento dado deseaba participar, me haría muy feliz. Pepa llamó suavemente, diciendo que ya estaba lista.
Abrí la puerta y la encontré estirada en el lecho tapada con la sábana. Me acerqué, me senté en la cama y acerqué mi rostro al suyo para besarla en los labios, pero ella me lo impidió, diciendo que le daba vergüenza, y que le tapara los ojos.
Así lo hice. Le tapé los ojos con el antifaz, comprobé que no veía nada y entonces si le di un suave beso en los labios, al que Pepa respondió trémulamente. Seguí besándola con dulzura en los labios, en el cuello, en las mejillas, mientras su respiración se iba agitando lentamente. Intente darle un beso más profundo introduciendo un poco mi lengua entre sus labios, a lo que ella respondió con un respingo y un «¿qué haces?». «Besarte», dije yo. «¿Con la lengua?» me contestó «¿No lo has hecho nunca?», me extrañé. «No, nunca me han besado así» respondió.
¡Mi suegra no sabía besar! ¡El idiota de mi suegro ni tan solo le había dado un beso en condiciones en más de 40 años que hacía que se conocían! Aquello me hizo mirarla con más ternura e incluso quererla más. Empecé a besarla con suavidad, abriendo sus labios lentamente con mi lengua y sintiendo sus temblores. Cuando mi lengua rozó con la suya, un suspiro salió de su pecho. Nos estuvimos besando en silencio durante varios minutos, cada vez con más ardor. Nuestras lenguas ya se enroscaban y exploraban nuestras bocas. A través de la sábana se notaban sus pezones erectos, y mi pene se encontraba en un estado muy similar.
Separé mi boca de la suya y, en ese momento me dijo Pepa: «Rafael, eres maravilloso. Nunca había sentido nada igual» «Pues aún no hemos empezado» le dije. Y otro suspiro salió de ella. Me levanté de la cama, cogí la sábana y la aparté sin brusquedades. Sabía que tenía que ir con mucha delicadeza, que es lo que nunca le habían dado.
Apareció su cuerpo desnudo. No era un cuerpo maravilloso. Le sobraban unos cuantos kilos, tenia barriga, los pechos un tanto caídos, la piel ya había perdido la lozanía de la juventud y el pelo de su pubis empezaba a despoblarse, pero a mí me pareció muy excitante. Tenía la piel sonrosada, unos pechos grandes con los pezones voluminosos y una aureola un poco más oscura que su piel. Al notarse desnuda, instintivamente, se tapó. Suavemente le separé los brazos y se los até a las patas de la cama con unas largas cuerdas que ya tenía para ese menester (las utilizábamos Teresa y yo). Quedó con los brazos en cruz, con una cierta movilidad, pero no la suficiente como para poderme impedir nada. Cogí otras dos cuerdas y le até los pies a las patas de abajo, con lo que quedó en cruz sobre la cama.
Entonces pude observar detenidamente su sexo. Estaba un poco abierto, con los labios hinchados y relucientes por la excitación. Me dirigí a la puerta, la abrí y me encontré con Teresa totalmente desnuda al otro lado. Estaba preciosa. A sus casi cuarenta años se conservaba muy bien, no aparentaba más de treinta.
Teresa entró en la habitación silenciosamente y se sentó en una silla del rincón, desde donde se veía la cama a la perfección. Me desnudé rápidamente y empecé a besar a mi suegra nuevamente, esta vez por todo el cuerpo. Besé todo su cuerpo, centímetro a centímetro, lentamente, lamiendo de vez en cuando, pero siempre evitando su sexo y sus pechos, que ya lucían unos pezones tremendamente erectos.
Lentamente empecé a lamerlos, titilando con mi lengua en la punta del pezón y, de golpe lo introduje en mi boca, succionándolo a la vez que mi lengua seguía titilando, a lo que Pepa respondió con un gemido. Seguí lamiendo, succionando y acariciando aquellos voluminosos pechos con fruición y Pepa iba suspirando y gimiendo continuamente.
Mientras, Teresa no se perdía detalle, mirando desde la silla, y se acariciaba suavemente los pechos, con un ritmo similar al mío con su madre. Lamiendo, besando y succionando, fui bajando de los pechos al abdomen y de allí a la entrepierna. Fui besando su monte de Venus y sus labios vulvares, que ya estaban totalmente impregnados con el zumo de su sexo. Me impresionó el hecho de que una mujer que hacía veinte años que era menopáusica se mojara de tal manera.
Le metí lentamente la lengua en el interior de la vulva, dándole un largo y lento lametón desde las cercanías de su ano hasta rozar levemente su clítoris, que ya estaba totalmente hinchado y sobresaliendo como un pequeño guisante. Al sentir mi lengua, arqueó todo su cuerpo y soltó un alarido que me hizo comprender que estaba a punto de correrse. Paré inmediatamente y ella me espetó: «¡Sigue, Rafael, por favor, no me dejes así, aaaaaaahh!» «No», contesté, «no quiero que te corras todavía».
Aparté mi boca de su vulva, me levanté y me arrodillé al lado de su cara. Cogí mi verga, totalmente henchida, y empecé a acariciarle el rostro con la punta del glande. Le rocé suavemente los labios y le dije «bésala». Empezó a darle besos sin parar que, a los pocos segundos se convirtieron en lametones y, seguidamente, se introdujo la mitad de mi verga en la boca, succionándola ávidamente. Levanté la vista y encontré a Teresa mirándonos fijamente mientras se acariciaba un pecho con una mano y se frotaba delicadamente el clítoris con un dedo de la otra.
Mientras mi suegra me succionaba el falo, le dije a Teresa que se acercara y le di un profundo beso en la boca, mientras mi mano se perdía en su húmedo sexo. Saqué mi pene excitado de la boca de Pepa y volví a besarla mientras Teresa se apoderó de mi sexo y lo engulló con lujuria.
Mientras Teresa seguía lamiendo y succionando mi asta, bajé hasta el monte de Venus de Pepa y empecé a chuparlo ávidamente, a lo que ella respondió con un respingo y un sonoro «Aaaaaaaaaaah».
Dejé de succionar mientras ella decía «¡sigue, sigue!», saqué mi polla inhiesta de la boca de Teresa y le dije que se pusiera a horcajadas sobre la cara de su madre, pero sin llegar a tocarla, de manera que su vulva deliciosa quedara rozando la boca de mi suegra. Así lo hizo, quedando de rodillas con las piernas abiertas sobre la cara de su madre, quedando su sexo mojado y abierto a escasos milímetros de la boca jadeante de Pepa. Se apoyaba con las manos en la cama, quedando frente a mí, cara a cara, que estaba entre las piernas de mi suegra blandiendo mi rabo y preparado para entrar por el mismo sitio por donde había salido mi mujer 38 años atrás.
Entonces, preso de excitación, le espeté a mi suegra «¡saca la lengua y lame y chupa todo lo que encuentres!», a lo que ella obedeció inmediatamente, parando momentáneamente al encontrar algo diferente a lo que ella se imaginaba, pero en ese momento, le introduje mi falo hasta los testículos, y empecé a bombear, mientras con el dedo gordo de mi mano derecha le frotaba el clítoris. Bajo esa sensación y después de un quejido de placer, aplastó su boca contra el coño de Teresa y chupó y lamió ávidamente, mientras Teresa le cogía las tetas y, entre suspiro y suspiro, me besaba a mí.
Mi suegra empezó a gemir guturalmente de manera enardecida y, viendo que su orgasmo estaba a punto de estallar, puse mis manos debajo de sus nalgas, levante su cuerpo, me enderecé todo lo que pude y, poniéndome de rodillas, las pasé por debajo de las nalgas de Pepa, con lo que conseguí quedar con el cuerpo erguido, con movilidad para seguir bombeando a placer y con el sexo de Pepa lo bastante al descubierto para poder coger a Teresa por la cabeza e invitarla a que bajara a lamer el chocho de su madre, de manera que las dos quedaron haciendo un 69, mientras yo me follaba con deleite a mi suegra.
El sentir la lengua de Teresa en su entrepierna, sumado al vaivén de mi tranca dentro de su vagina, fue lo que desencadenó la explosión orgásmica en el cuerpo de Pepa, que, con la boca pegada al coño de su hija, chupando lamiendo y sorbiendo todos los jugos más íntimos de Teresa, empezó a revolverse a un ritmo de locura, dando unos alaridos desorbitados, que solo quedaban amortiguados por el hecho de tener la boca taponada por la vulva de mi mujer. El orgasmo tuvo que ser formidable, por la duración, movimientos y sonidos que emitió mi suegra.
Una vez se hubo calmado Pepa y viendo que Teresa también estaba muy excitada, decidí cambiar de postura, para poder descansar un poco y tratar de retardar mi orgasmo, que también estaba cerca. Decidí desatar a Pepa y quitarle el antifaz. Le dije que se levantara, mientras ella solo repetía «ha sido fantástico, maravilloso» y nos iba besando a Teresa y a mí.
Me senté en la cama apoyando la espalda en la cabecera e hice que Teresa se sentara sobre mí dándome la espalda, introduciéndose mi miembro totalmente, lo que ya le produjo un intenso placer. Me deslicé un poco hacia abajo en la cama, quedando medio acostados y le dije a Teresa que abriera bien las piernas.
No hizo falta decirle a mi suegra que le hiciera un cunnilingus a su hija, ya que viéndola penetrada y con su sexo abierto y mojado, inmediatamente se lanzó a comérselo con ganas y gratitud. Teresa, al sentirse follada y comida por su marido y su madre, empezó a gemir y a gritar de placer, empezando, casi inmediatamente, a disfrutar de un orgasmo intenso y duradero.
Cuando noté que en el cuerpo de Teresa ya desaparecían los últimos temblores de su gozo, y sintiendo que mi verga estaba a punto de explotar, extraje mi banana de la cueva del placer y les dije a las dos «chupádmela, deprisa, por favor”. Las dos se lanzaron a succionar con avidez mi tranca, casi luchando por tener mi glande entre sus labios. Yo sentía un placer inmenso. El orgasmo llegó a mí en formidables oleadas y borbotones de semen empezaron a salir de mi erecto nabo.
Mi suegra, al recibir el primer chorro en la boca, se apartó, pero viendo como Teresa lamía y engullía toda mi leche, se lanzó a imitarla, y entre las dos, devoraron hasta la última gota de mi esperma. La intensidad de los orgasmos nos dejó en un estado de relajación muy agradable y nos quedamos los tres abrazados en la cama, sin decir ni una palabra, durante un buen rato. Cuando ya estábamos totalmente relajados, Teresa acarició la cara de su madre y le dijo «Qué, mamá, ¿ya sabes lo que es un orgasmo?
Pepa, incorporándose un poco de la cama, besó suavemente en los labios a su hija y después hizo lo mismo conmigo, nos abrazó a los dos y, con voz trémula dijo «Es lo más maravilloso que me ha pasado en mi vida y me haréis la mujer más feliz del mundo si me prometéis que no será la última vez».
No hizo falta decir nada. La mirada que nos unió a los tres en ese momento fue lo suficientemente explícita.
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Autor: Amadeusex